Con entusiasmo damos inicio a esta nueva sección que se dedicará al estudio de la relación entre el anarquismo y la ciencia.
Creemos que es fundamental hacernos las mismas preguntas que Piotr Kropotkin realizó, por allá en el lejano siglo XIX y parte del siglo XX, con el objetivo de indagar en los acercamientos que pueden existir entre el pensamiento ácrata y el pensamiento científico, no desde un sentido de crear un anarquismo científico o una ciencia anarquista, en donde una se funda en la otra y viceversa, sino de estudiar y comprender las posibles conexiones y las retroalimentaciones que pueden existir entre estas dos categorías que están en constante renovación. Consideramos que es un campo bastante olvidado con respecto a otras áreas del pensamiento, como la historia o la filosofía, siendo que es un área de análisis fértil que puede ayudar en términos prácticos la realización del “proyecto anarquista” desde una perspectiva más concreta.
No tratamos de otorgar una categoría de importancia superior a la ciencia con respecto a las otras áreas del pensamiento. No obstante, sí abogamos por la integralidad del conocimiento: es menester no menospreciar y no caer en la crítica estéril. Tampoco se trata de caer en un tecnocratismo o en un positivismo absoluto, si bien recogemos la esperanza de Piotr Kropotkin, en que la ciencia sea capaz de entregar mejores condiciones de vida a toda la humanidad, y la visión de Rafael Barret al considerar la determinación que imprime la ética humana en el objetivo científico. Reconocemos que también existen círculos viciosos, en los cuales se ha ido fomentando la idea de realizar ciencia siempre y cuando tenga una aplicación técnica, además de la creciente proliferación de “sociedades de expertos” en donde priman los beneficios particulares y el estancamiento del conocimiento. Fenómeno que se ve reflejado bastante bien en la inversión de la industria, en donde ésta, junto al Estado, ha canalizado y condicionado preocupantemente la creación científica.
Por esta razón, esta sección difundirá y compartirá el material que se vaya recopilando en las diversas divisiones en que estará constituida, y también tratará de abarcar este complejo escenario, indagando en la historia, en las propuestas y su desarrollo, y a su vez, abarcándola desde este siglo XXI con el objetivo de actualizar y ver la vigencia del conocimiento científico y del anarquismo cuando han ido de la mano. Esto, justamente, porque una de las preguntas que deberíamos realizarnos y que resulta apremiante en este siglo XXI es ¿Cómo hacer una ciencia más humana en beneficio de toda la humanidad y distribuir el conocimiento cooperativamente en toda la sociedad?
Con el motivo de la inauguración de la sección de Ciencias tenemos el agrado de compartir el segundo y octavo capitulo del libro “La ciencia moderna y el anarquismo” de Piotr Kropotkin, cuya tercera edición, de la cual extrajimos los siguientes escritos, vio luz en España a través de la Editorial Sempere bajo la traducción, desde el ingles, de Ricardo Mella.
Kropotkin no quedó ajeno a los grandes cambios científicos que ocurrieron en el siglo XIX, por lo cual fue profundamente influenciado por el evolucionismo darwiniano y por las corrientes científicas que se desarrollaron en aquella época para interpretar los fenómenos humanos y naturales. Se preguntaba cuál debería ser la actitud del anarquismo frente a las diversas corrientes de pensamiento, tanto filosófico y científicas, y se mostraba a favor del método inductivo-deductivo, descartando tajantemente los métodos metafísicos y dialécticos, los cuales, para él, no habían entregado ningún tipo de respuesta objetiva. Por esta razón, para entender el pensamiento de Kropotkin, esta obra es fundamental:
«La ciencia moderna y el anarquismo», por Piotr Kropotkin
Capítulo II: Movimiento intelectual del siglo XVIII
[Archivado en Ciencias. Leer en PDF]
Si bien el anarquismo, como todas las manifestaciones revolucionarias, surgió entre el pueblo durante sus discordias y sus tumultos y no de los estudios de los hombres de ciencia, es importante, sin embargo, reconocer la posición que ocupa en las distintas corrientes del pensamiento científico y filosófico de nuestros tiempos. ¿Cuál es su actitud con relación a esas diversas corrientes? ¿De qué método de investigación habrá de hacer uso para comprobar sus conclusiones? En otros términos, ¿a qué escuela filosófica pertenece la anarquía? ¿Con cuál de las tendencias de la ciencia moderna tiene mayor afinidad?
Esta cuestión reviste muy considerable interés si se tiene en cuenta la fatuidad del economismo metafísico que actualmente priva en los círculos socialistas. Trataré, por tanto, de analizarla tan breve y sencillamente como me sea posible, evitando, en lo que evitable sea, el empleo de términos difíciles de entender.
El movimiento intelectual del siglo XIX tuvo su origen en las obras de los filósofos escoceses y franceses de mediados y fines del siglo anterior.
El despertar del pensamiento que se produjo entonces, estimuló e hizo concebir a los pensadores el deseo de englobar todo el humano conocimiento en un sistema general, en el sistema de la Naturaleza. Dando de lado a las teorías escolásticas y metafísicas de la Edad Media, tuvieron el valor de considerar a la Naturaleza entera –el universo mundo, nuestro sistema solar, nuestro globo, el desenvolvimiento de las plantas, de los animales y de la sociedad humana sobre la superficie del mismo- como una serie de hechos a estudiar de la misma manera que se estudian las ciencias naturales.
Por el medio del método verdaderamente científico, el método inductivo-deductivo, emprendieron el estudio de todos los hechos que nos ofrece Natura –ya pertenezcan al mundo de los astros, ya al de los animales, ya bien al de las creencias e instituciones humanas-, absolutamente del mismo modo que un naturalista estudia las cuestiones de la ciencia física. Empezaban por coleccionar hechos, y cuando se aventuraban en el terreno de las generalizaciones, acudían a la inducción. A veces establecían hipótesis, pero no les atribuían mayor importancia que la que Darwin[1] concedía a su hipótesis relativa al origen de nuevas especies por medio de la selección en la lucha por la existencia o la que Mendeleeff[2] atribuía a su “ley periódica”. Tales hipótesis eran consideradas como supuestos capaces de soportar una explicación temporal (trabajo hipotético) y de facilitar la agrupación de hechos y su estudio subsiguiente. Y eso supuestos no eran aceptados antes de ser confirmados por multitud de hechos diversos y desarrollados de un modo teórico o deductivo, ni se los consideraba como leyes naturales –estos es, generalizaciones probadas– en tanto no habían sido cuidadosamente verificados y bien explicadas las causas de su constante exactitud.
Cuando el centro del movimiento filosófico pasó de Escocia e Inglaterra a Francia, los filósofos franceses, con la clara percepción del método que los distingue, acometieron la empresa de construir todas las ciencias humanas, así las naturales como las históricas, conforme a un plan general y sobre unos mismos principios. Intentaron, desde luego, edificar el “conocimiento generalizado”, o sea la filosofía del universo y su existencia, sobre bases estrictamente científicas. Por consecuencia, dieron de lado a todas las construcciones metafísicas de los filósofos precedentes y explicaron todos los fenómenos por la acción de las mismas fuerzas físicas (acciones y reacciones mecánicas) que les habían bastado para explicar el origen y la evolución del globo terrestre.
Se dice que cuando Napoleón I expresó a Laplace[3] su sorpresa porque en la “Exposición del sistema del universo” no había encontrado por ninguna parte la palabra de Dios, Laplace respondió al emperador: “No he tenido nunca la necesidad de esta hipótesis”. Pero Laplace hizo más. Jamás recurrió a las grandes palabras metafísicas, tras las cuales se esconde siempre o la no comprensión o la obscura semicomprensión del mundo de los fenómenos y la imposibilidad también de apreciar los hechos en su forma concreta, como cantidades mensurables. Laplace se pasó sin la metafísica tanto como sin la hipótesis de un creador. Todavía más: en su “Exposición del sistema del universo” omitió todo cálculo matemático, limitándose a escribirlo en un estilo comprensible a todos los lectores cultos. Los matemáticos pudieron más tarde expresar cada uno de los pensamientos de esta gran obra en ecuaciones matemáticas, esto es, como condiciones de igualdad entre dos o más cantidades dadas. Del mismo modo procedió Laplace en cada uno de los detalles de su gran obra.
Lo que Laplace hizo con la mecánica celeste, los filósofos franceses del siglo XVIII lo hicieron asimismo con el estudio de los demás fenómenos de la vida y también con los del pensamiento y de los sentimientos humanos (psicología). En general, se desentendieron de las metafísicas que habían prevalecido en los trabajos de sus antecesores y en los del filósofo alemán Kant.
Es bien sabido que Kant, por ejemplo, explicó los sentimientos morales del hombre, traduciéndolos como representación de un “imperativo categórico” y afirmando el carácter obligatorio de un principio particular de conducta, “si lo concebimos como ley susceptible de universal aplicación”. Pero cada una de esas palabras es algo nebuloso e incomprensible (¡imperativo!, ¡categórico!, ¡ley!, ¡universal!) sustituido a los hechos materiales que todos conocemos, y en vano el filósofo alemán trata de darles una explicación racional.
A los enciclopedistas franceses[4] no podrían satisfacerles esas “grandes palabras”. A semejanza de sus predecesores escoceses e ingleses, al preguntarse cómo el hombre había llegado a la concepción del bien y del mal, no se redujeron a escribir, como dijo Goethe, “una pequeña palabra vacía de ideas”. Por el contrario, estudiaron al hombre mismo, y como antes Hutcheson (1725) y más tarde Adam Smith en su mejor obra, “El origen del sentimiento moral”, hallaron que los sentimientos morales del hombre tienen su origen en la piedad y en la simpatía que sentimos por los que sufren; brotan de la capacidad de identificación de nosotros mismos con los demás, de la misma manera que sentimos dolor físico, por así decirlo, cuando en nuestra misma presencia vemos apalear a un niño, y nuestra naturaleza se rebela contra tal conducta.
A partir de observaciones análogas y hechos bien conocidos, arribaron los enciclopedistas a grandes generalizaciones. Por medio de este método explicaron realmente el sentimiento moral, que es un hecho complejo cuya demostración se deriva de hechos simplicísimos. Pero jamás pusieron lugar de hechos comprensibles conocidos, palabras incomprensibles y obscuras que no dicen absolutamente nada, tales como “imperativo”, “categórico” y “ley universal”.
La ventaja del nuevo método es obvia. En vez de buscar una “inspiración de lo alto”; en lugar de inquirir un origen sobrenatural, fuera de la humanidad, para el sentido moral, se dijeron: “Helo aquí en vuestro sentimiento humano en piedad y simpatía, heredado por el hombre en sus más remotos tiempos, confirmados por sus propias observaciones en sus semejantes y perfeccionado poco a poco por su experiencia de la vida social”.
De lo expuesto resulta que los pensadores del siglo XVIII no cambiaban de método al pasar de los astros y de los cuerpos físicos al mundo de las reacciones químicas, o del mundo físico y químico al de las plantas y animales o al desenvolvimiento de las formas políticas y económicas de la sociedad o finalmente, a la evolución del sentimiento moral, la religión, etc. El método permanecía el mismo. A todas las ramas de la ciencia aplicaban el método inductivo, y ni en el estudio de las religiones ni en el análisis del sentimiento moral y en el del pensamiento hubo un sólo caso en que este método fallara o se hiciere necesario otro método cualquiera. En ninguna circunstancias se vieron obligados a recurrir a las concepciones metafísicas, alma inmortal, leyes imperativas y categóricas inspiradas por un ser superior, o a género alguno de método puramente dialéctico. Y por consiguiente, acometieron la empresa de explicar la totalidad del universo y sus fenómenos como naturalistas.
En el transcurso de estos días memorables del despertar del pensamiento científico, levantaron los enciclopedistas el edificio de su obra monumental. Laplace publicó su “Sistema del Universo”, Holbach su “Sistema de la Naturaleza”. Lavoisier[5] afirmó la indestructibilidad de la materia, y por tanto de la energía y del movimiento. Lomonósoff[6] , inspirado en Bayle, dio también por aquel tiempo el esquema de su teoría mecánica del calor; Lamarck[7] explicó el origen de las infinitamente variadas especies de animales y plantas por la adaptación a sus diversos medios circundantes; Diderot avanzó resueltamente en la explicación del sentimiento y de las costumbres morales, de las instituciones primitivas y de las religiones sin recurrir a la inspiración en lo alto; Rousseau intentó probar que la cuna de las instituciones políticas se hallaba en el contrato social, o lo que es lo mismo, es un acto de la voluntad humana. En resumen, no hubo esfera del conocimiento que no fuese estudiada por medio de la observación de los hechos y por el propio método de la inducción y la deducción científica verificadas por los hechos mismos.
Sin duda se cometieron errores en esta grande e intrépida tentativa. Así, donde se creía hallar un conocimiento, no se obtenían a veces más que supuestos errores, no confirmados por la experiencia. Pero un nuevo método había sido aplicado a la totalidad de los conocimientos humanos, y gracias a él los errores mismos eran fácilmente reconocidos y corregidos más tarde. Es así como el siglo XIX recibió la herencia de un instrumento poderoso de investigación que nos permite darnos una concepción propia del universo fundada en bases científicas y arrojar lejos de nosotros los prejuicios que la obscurecían y las nebulosas palabras que nada significan, pero que, por temor a las persecuciones religiosas, se habían introducido en todas partes a fin de soslayar enojosas cuestiones.
[1] Carlos Darwin (1809-1882), el más grande naturalista renovador de nuestros tiempos. La ciencia le debe la prueba de la variabilidad de las especies vegetales y animales a medio de una tan enorme masa de hechos que la ciencia entera de los seres orgánicos –la biología-, se deriva de su importantísimo trabajo. También Lamarck había sostenido en 1801-1809 la variabilidad de las especies y la descendencia de todas las especies vegetales y animales de algunos tipos comunes antepasados. Darwin estableció estas hipótesis sobre bases científicas y procuró demostrar que dado el inmenso número de variaciones individuales que continuamente se producen en todas las especies, la selección natural en la lucha por la vida (o la supervivencia de los más aptos) sería suficiente para explicar el desenvolvimiento gradual de todas las especies existentes de plantas y animales, incluso el hombre, y dar razón del maravilloso acomodamiento de la mayor parte de ellas a las condiciones de su medio ambiente por la sola acción de causas naturales, sin la intervención de poder directriz alguno. Sus teorías fueron admirablemente desarrolladas en forma muy sencilla por Huxley (Lecturas para los trabajadores). Los dos trabajos más importantes de Darwin son “Origen de las especies” (1859) y “Descendencia del hombre” (1871).
[2] Mendeleeff, notable químico ruso (1834-1907), muy conocido por su descubrimiento de la ley periódica de los elementos. Es sabido que todos los cuerpos que hay en la superficie de la tierra, ya sean de materia viva, ya de materia muerta, se componen de unos ochenta o noventa cuerpos diferentes que no pueden ser descompuestos y que por eso reciben el nombre de elementos. Hay entre ellos un número infinito de combinaciones. Dichos elementos, descubiertos por Mendeleeff, colocados en el orden de la creciente complejidad de sus moléculas, puede disponérselos en una tabla que contenga ocho columnas verticales y doce líneas horizontales. Se observa entonces que todos los elementos colocados en una misma columna presentan ciertas propiedades químicas comunes y que lo mismo ocurre con los dispuestos en cada fila horizontal, creciendo la energía de las propiedades químicas en cada fila según el sentido de la columna primera a la octava. Estos hechos sugieren la idea de que la molécula de cada elemento es probablemente un sistema complejo de moléculas todavía menores (más bien átomos) en continuo movimiento unas alrededor, como los planetas Júpiter o Saturno con sus varias líneas; y que en la estructura de esos sistemas hay cierta periodicidad, esto es, la repetición de un cierto plan u orden de estructura. Este descubrimiento impulsó grandemente el desarrollo de la química.
[3] Pedro Laplace (1749-1827), uno de los más grandes astrónomos y matemáticos de todos los tiempos. Sus obras principales son: “Exposición del sistema del universo” y el “Tratado de mecánica celeste”. En la primera desenvuelve la idea del probable origen puramente físico de nuestro sistema solar, saliendo de una masa de materia gaseosa incandescente. Todos los problemas de la astronomía los resuelve por el análisis físico.
[4] Enciclopedistas es el nombre que se dio a los fundadores, editores y sostenedores de la gran “Enciclopedia francesa” (1751). Los más preeminentes enciclopedistas fueron D’Alembert y Diderot. Este trabajo fue de inmensa importancia para el desenvolvimiento filosófico de Europa, porque no sólo implicó un esfuerzo para lograr el total conocimiento presente en las matemáticas, las ciencias naturales, la historia, el arte y la literatura, estudiadas de un modo imparcial, sino porque fue asimismo el órgano de todos los pensadores de aquel tiempo respecto al pensamiento progresivo, irreligioso y racionalista de Francia en el siglo XVIII. El nombre de enciclopedistas se hizo extensivo a cuantos compartían las ideas de la Enciclopedia.
[5] Antonio Lavoisier (1743-1794), gran francés, fundador de la química, el primero que descompuso el agua en sus elementos componentes, oxigeno e hidrogeno. Estudio las teorías del fuego, del calor y de las fermentaciones. Fue el que primeramente y de un modo experimental probó la indestructibilidad de la materia. Su obra principal: “Tratado elemental de la química”.
[6] Miguel Lomonósoff (1711-1765). Escritor ruso de las más variadas aptitudes. Autor de varios poemas líricos, de una gramática rusa, de diversas obras históricas y muchos y muy importantes trabajos de física, mineralogía, química y geografía física. En uno de estos últimos (en las regiones árticas) formuló definitivamente la teoría mecánica del calor.
[7] Juan Bautista Lamarck (1744-1820), naturalista francés. Intentó una clasificación completa de los animales y de las plantas. Redactó un sistema filosófico basado en la variabilidad de las especies vegetales y animales (“Filosofía zoológica”) que le ha dado en la opinión el merecido concepto de principal precursor de Darwin. Desenvolvió la teoría de que la variación de los organismos resulta de su capacidad de adaptación al medio, así como también del uso o desuso de sus diversos órganos.
—————————————————-
Capítulo VIII: Lugar que ocupa el anarquismo en la ciencia moderna
[Archivado en Ciencias. Leer en PDF]
¿Qué lugar ocupa, pues, el anarquismo en el gran movimiento intelectual del siglo XIX?
La respuesta a esta pregunta está ya sobreentendida en lo que hemos dicho en los capítulos precedentes. El anarquismo es una concepción del universo fundada en la interpretación mecánica[1] de los fenómenos que comprenden la totalidad de la Naturaleza, incluso la vida de las sociedades humanas y sus problemas económicos, políticos y morales. Su método es el de las ciencias naturales, y todas sus conclusiones han de ser verificadas por dichos métodos para considerarlas verdaderamente científicas. Su tendencia es construir una filosofía sintética que abarque todos los hechos de la Naturaleza, sin excluir la vida de las sociedades y sin caer, por tanto, en los errores de Comte y Spencer, debidos a los motivos ya expuestos.
Es evidente que en este respecto el anarquismo necesariamente ha de dar sus propias respuestas a todas las cuestiones que nos plantea la vida moderna y adoptar inevitablemente una actitud, respecto a esas cuestiones, en absoluto distinta a la de todos los partidos políticos, como también y hasta cierto punto de los partidos socialistas que aún no están libres de las viejas ficciones metafísicas.
Sin duda ninguna, la elaboración de una completa concepción mecánica de la Naturaleza y de las sociedades humanas ha sido al presente iniciada trabajosamente en su parte sociológica relativa a la vida y evolución de las sociedades. Sin embargo, lo poco que se ha hecho hasta ahora, a veces inconscientemente, ya reviste el carácter que hemos indicado. En la filosofía de la ley, en la teoría de la moral, economía política y en el estudio histórico de las naciones y de las instituciones, el anarquismo ha probado ya que no se satisface con las conclusiones metafísicas del tiempo pasado, sino que se ajusta a bases naturalistas en sus investigaciones. Se niega al engaño de las metafísicas de Hegel, Schelling y Kant; de los apologistas de las leyes romanas o canónicas; de los sabios profesores del Estado, de la economía política de los propios metafísicos, y trata de comprender con claridad meridiana todas las cuestiones que surgen de tales esferas del conocimiento, fundándose en la masa de hechos que, durante los treinta o cuarenta últimos años, nos ha suministrado el punto de vista adoptado por las ciencias naturales.
Del mismo modo que las concepciones metafísicas del “espíritu del universo”, la “fuerza creatriz de la Naturaleza”, la “atracción amorosa de la materia”, la “encarnación de la idea”, “la finalidad de la Naturaleza”, la “razón de su existencia”, lo “incognoscible” y otras muchas, fueron gradualmente abandonadas por la filosofía materialista (mecánica, o mejor cinética); del propio modo que el embrión de generalizaciones arrancadas al misterio oculto detrás de esas palabras fue traducido al lenguaje concreto de los hechos, así tratamos nosotros ahora de proceder cuando nos colocamos frente a frente de los hechos de la vida social.
Cuando los metafísicos quieren persuadir a un naturalista de que la vida emocional e intelectual del hombre se desenvuelve “conforme a las leyes inherentes del espíritu”, el naturalista se encoge de hombros y prosigue su estudio paciente de los fenómenos de la vida, de la inteligencia, de las emociones y de las pasiones, a fin de probar que pueden ser reducidas a fenómenos físicos y químicos, tratando de descubrir sus leyes naturales.
De igual modo, cuando se dice a un anarquista que, según Hegel, “toda evolución representa una tesis, una antítesis y una síntesis” o que “la finalidad de la ley es el establecimiento de la idea suprema”, o todavía cuando se le pregunta: “¿Cuál es, entonces, según usted, el objeto de la vida?”, el anarquista se encoge también de hombros y se pregunta a sí mismo: “¿Cómo es posible que dado el actual desarrollo de las ciencias naturales, todavía existan seres tan anticuados que aún creen en semejante ociosa palabrería?” “Los hombres hablan aún el lenguaje de los primitivos salvajes, lenguaje empleado para antropomorfizar la Naturaleza, a la que se representa como algo regido por seres que tenían formas humanas.”
Los anarquistas no se dejan alucinar por tan sonoras palabras, pues saben que sólo sirven para encubrir o la ignorancia (investigación incompleta) o lo que es peor, la superstición. Así es que, cuando se les habla en semejante lenguaje, pasan de largo sin concederle la menor atención y continúan el estudio de las concepciones e instituciones sociales pasadas y presentes, fieles siempre al método de los naturalistas.
Por este medio han podido comprender que el desenvolvimiento de la vida de las sociedades es, en realidad, infinitamente más complejo y mucho más interesante que lo que pudiéramos creer si nos atuviéramos a las fórmulas metafísicas.
Mucho se ha hablado últimamente acerca del método dialéctico, recomendado por la democracia socialista para la elaboración del ideal socialista. Pero nosotros de ningún modo preferimos ese método al de las ciencias naturales. El método dialéctico evoca en la memoria de los naturalistas modernos algo anacrónico, que ha hecho su tiempo y ha sido olvidado, felizmente hace ya mucho tiempo, por la ciencia. Ningún descubrimiento del siglo XIX en mecánica, astronomía, física, química, biología, psicología y antropología ha sido hecho por el método dialéctico. Toda la inmensa serie de adquisiciones del siglo al método inductivo-deductivo, que es el único científico, se la debemos. Y como el hombre es una parte de la Naturaleza, como su vida personal y social es un fenómeno natural, justamente lo mismo que el desarrollo de una flor, o la evolución de la vida en sociedad de las hormigas y de las abejas, no hay razón alguna para que cuando pasamos de la flor al hombre o de las poblaciones de castores a las ciudades de los hombres, abandonemos el método que tan espléndidos frutos ha dado hasta ahora y busquemos otro en el reinado de la encopetada metafísica
El método inductivo-deductivo que empleamos en las ciencias naturales ha probado de tal modo su eficacia, que ha hecho posible, en el siglo XIX, que el avance de la ciencia en una centena de años sea superior a los progresos realizados antes en el largo período de dos mil años. Cuando los hombres de ciencia empezaron a aplicarlo, en la segunda mitad del siglo, al estudio de las sociedades humanas, jamás tropezaron con ningún obstáculo que los obligara a repudiarlo o hiciera necesaria la vuelta a la escolástica medioeval, resucitada por Hegel. Por otra parte, en el caso de algunos naturalistas que haciendo honor a su educación burguesa y estimándose continuadores del método científico de Darwin, proclamaron que “la destrucción del más débil era la ley de la naturaleza”, no fue fácil probar primero que no fue esa la conclusión de Darwin, y empleando el mismo método, demostrar después que eso temores científicos incurrían en error, que no existe semejante ley, que la naturaleza nos ofrece una lección bien distinta, y que, en fin, sus conclusiones no son en modo alguno científicas.
Otro tanto puede decirse respecto a la afirmación que trata de inculcarnos asegurando que la desigualdad de fortunas “es una ley de la Naturaleza” y que la explotación capitalista representa la forma más ventajosa de organización social, pues, en efecto, a medio del método, tantas veces indicado, de las ciencias naturales, nos capacitamos para probarles que las llamadas leyes de la ciencia social burguesa, incluso la actual economía política, no son, en absoluto, tales leyes, sino simples supuestos o afirmaciones que nadie, hasta ahora, ha tratado de verificar.
Una palabra más. La investigación científica es sólo fructífera a condición de que tenga un objeto definido, de que sea emprendida con el propósito de hallar la respuesta necesaria a una cuestión bien planteada. Y toda investigación es tanto más fructuosa cuanto más claramente se establecen las relaciones existentes entre el problema planteado y las líneas fundamentales de nuestra concepción general del universo. Cuanto más se acomoda a esta concepción general, más fácilmente se encuentra la solución que se busca.
Por consiguiente, el problema planteado por el anarquismo puede expresarse en los términos siguientes: “¿Cuáles son las formas sociales que garantizan mejor en tales y cuales sociedades y en la humanidad entera la mayor suma de felicidad, y por tanto, vitalidad?” “¿Cuáles formas de sociedad son las más aptas para conseguir que esa suma de felicidad se acreciente y desenvuelva, no sólo en cantidad, sino también en calidad, es decir, para que esa felicidad se haga más completa y más variada, lo que equivale a darnos la fórmula del progreso?” El deseo de impulsar la evolución en ese sentido es lo que determina la actividad social, científica y artística de los anarquistas. Y esta actividad, a su vez, precisamente a causa de su coincidencia con el desenvolvimiento social en idéntica dirección, se convierte en manantial de creciente vitalidad, de vigor, de sentimiento, de unidad con la especie humana y sus mejores fuerzas vitales, y por consecuencia de su mayor vitalidad y felicidad para el individuo.
[1] Sería mejor decir cinética (relación entre la fuerza y el movimiento), pero esta palabra es menos conocida.