Esta semana, como ya ha sido anunciado ampliamente, se está realizando el “Encuentro Internacional de Anarquismo” en la localidad suiza de Saint-Imier. Este “Mundial del Anarquismo”, como lo han declarado, se organizó con el motivo de conmemorar la Primera Internacional Antiautoritaria que se realizó, por allá, en el lejano 15 y 16 de septiembre de 1872.
Esta primera internacional anarquista se desarrolló en respuesta a “la Internacional de Marx”, que en el quinto congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores realizado en la localidad holandesa de La Haya entre el 2 y el 7 de septiembre, lograron expulsar a Mijael Bakunin y James Guillaume.
Anarquistas de todo el mundo confluyen en esta pequeña localidad suiza, resaltando el internacionalismo que siempre lo ha caracterizado, y donde un integrante de nuestro grupo dará una conferencia sobre Gustav Landauer, anarquista alemán que acertadamente decía: “Nosotros no esperamos que la revolución comience con el socialismo; sino que comenzamos a hacer el socialismo realidad, para que así venga por ese medio la gran transformación”. Autor de grandes obras como “Incitación al Socialismo” y “La Revolución”, además de ser el fundador de la “Liga Socialista”.
En tal contexto tenemos el agrado de compartir un texto de Rudolf Rocker, donde relata su encuentro con Hermann Jung, quien había sido secretario de la primera internacional, y que vivió personalmente la historia de la Internacional, desde su fundación hasta el Congreso de La Haya. Este texto, además, forma parte del dossier que hemos iniciado hace algunos meses atrás, dedicado a las peripecias de este infatible revolucionario y que hemos titulado «Viajes y encuentros de Rudolf Rocker».
«Mi encuentro con Hermann Jung», por Rudolf Rocker (1)
Un encuentro muy alentador durante el primer tiempo de mi permanencia en Londres fué el que tuve con Hermann Jung, que había sido largos años secretario de la primera Internacional y vivió personalmente la historia de la gran Asociación desde su fundación en Saint-Martin’s Hall hasta el congreso de La Haya. El motivo directo de ese encuentro fué un trabajo que me había encargado el C.A.B.V. Me había ocupado ya desde hacía algunos años del material francés sobre el antiguo movimiento y había dado una serie de conferencias sobre él en el C.A.B.V. Mis manifestaciones debieron causar en los compañeros alemanes de Londres una impresión tanto más fuerte cuanto que la mayoría de ellos no tenía ninguna idea de las luchas internas en la primera Internacional. Cuando terminé aquellas conferencias, a propuesta de Wilhelm Werner, Hermann Stenzleit y Otto Schreiber, se adoptó la resolución de publicar mis conferencias en forma de libro.
Como yo había oído que Hermann Jung vivía aún, me interesó mucho conocer su opinión personal sobre las luchas internas de aquellos años que él había visto desde cerca. Le escribí por tanto una carta en la que le pedía una entrevista, pues podría darme algún informe quizás que pudiera ser útil para mi trabajo. Me respondió unos días más tarde y me pedía que le hiciese una visita en un día determinado. Así fui un domingo por la mañana en compañía de Otto Schreiber a su domicilio. Jung era relojero de oficio y tenía desde hacía muchos años un pequeño negocio en las proximidades de Greys Inn Road. El hombrecito ágil, cuya cabeza calva estaba encuadrada en una espesa corona de cabello gris, nos saludó amistosamente. Su rostro inteligente, con su corta barba gris y los ojos risueños bondadosos, causaba una impresión simpática. Jung era suizo de nacimiento, del Jura bernés, pero habitaba desde hacía muchos años en Inglaterra y dominaba el alemán, el francés y el inglés.
Después de haberle informado brevemente otra vez del objeto de nuestra visita, declaró que estaba dispuesto con gusto a darme toda la información que desease. Le rogué primeramente que dijese su opinión sobre las causas de la escisión de la Internacional y le pregunté si, según su manera de ver, esa escisión debía ser atribuida a las divergencias teóricas y tácticas crecientes en la Asociación, o si fué causada por la actitud del Consejo general de Londres. Me respondió inmediatamente que las divergencias internas existían ya al fundarse la Internacional, lo cual no era posible de otro modo dada la situación política singular de cada país. El gran mérito de la Asociación dijo, consistió justamente en que, por los principios expuestos en la Circular inaugural y por el carácter federalista de sus estatutos, toda federación nacional disponía de plena libertad de movimiento y solamente exigía que sus miembros hiciesen suyo en todos los países el gran objetivo de la Asociación, la emancipación económica, política y social de la clase obrera. Mientras toda tendencia tuvo la posibilidad de actuar en favor de ese objetivo a su modo, nadie pensó en una escisión.
Esto cambió tan solo, declaró Jung, cuando se hizo en la conferencia de Londres (1871) el intento de imponer de arriba abajo los métodos políticos de una escuela especial a todas las federaciones nacionales. Incluso la Federación del Jura, que fué hecha responsable siempre por Marx, Engels y sus adeptos de la escisión, no pensó nunca en ella, según la interpretación de Jung. Jung reconoció espontáneamente que él mismo no había compartido nunca los principios socialistas especiales de los jurasianos y seguía siendo de opinión que las aspiraciones del socialismo habían encontrado su expresión más clara en las ideas de Marx. Pero eso no le impedía declarar abiertamente que los internacionalistas del Jura tuvieron plenamente razón en su defensa de los viejos principios de la Internacional, mientras que Marx y Engels fueron culpables de una mala acción al intentar modificar arbitrariamente los viejos principios, que según los estatutos sólo podía hacerse por resolución de un congreso. Jung nos contó que había estado ligado por amistad personal durante muchos años con todos los socialistas conocidos del Jura y que sabía por propia experiencia que allí nunca habían existido corrientes escisionistas. Habló con singular reconocimiento Jung sobre Adhémar Schwitzguébel, que, juntocon James Guillaume, ejerció en los obreros del Jura suizo durante muchosaños la mayor influencia moral. Jung le calificó como un hombre inteligente y honorable, que nunca se habría prestado a intrigas contra la Internacional.
De la nueva táctica del Consejo general de Londres hizo Jung responsable principalmente a Friedrich Engels, el cual, después de su traslado de Manchester, en septiembre de 1871, fué miembro del Consejo general y cayó en disputas con muchos viejos miembros en breve tiempo a causa de su conducta dominadora. Jung, que en general no tenía muy buen concepto de los alemanes, era de opinión que Engels, a pesar de su larga residencia en el extranjero, había permanecido alemán hasta la médula y no podía comprender las costumbres de otros pueblos. Por esta razón los ingleses han sido siempre extraños para él, aunque vivió entre ellos casi medio siglo (2)
Según la exposición de Jung, había que admitir que en el Consejo general existió siempre el mejor acuerdo hasta que se estableció Engels en Londres. Marx había cambiado ideas en todos los problemas importantes con sus amigos íntimos del Consejo general y, a pesar de su superioridad intelectual, ha estado dispuesto en todo momento a hacer concesiones a las opiniones ajenas. Se produjo un cambio esencial tan solo cuando hizo valer su palabra Engels en las sesiones del Consejo general. Para él se trataba siempre de «doblegarse o romperse», como dijo Jung. No conocía términos medios y la condescendencia en ciertas cosas, que en una corporación como la Internacional, compuesta por tendencias tan distintas, era una necesidad vital, le pareció algo así como un crimen. A los alemanes, decía Jung, para quienes el adiestramiento cuartelero se ha convertido en segunda naturaleza, podía parecerles tolerable esto, pero en los pertenecientes a otros pueblos tal comportamiento no podía menos de obrar hirientemente. «Engels estaba en el Consejo general como el toro en la cacharrería», según se expresó Jung textualmente. El que se le nombrase justamente a él secretario corresponsal para Italia y España, fué una verdadera catástrofe que tenía que conducir a las peores consecuencias. La buena cooperación en el Consejo general se deshizo totalmente, en especial cuando Marx cayó cada vez más bajo la influencia de Engels y se alejó así de la mayor parte de sus viejos amigos.
Cuando pregunté a Jung cómo se explicaba esa influencia, pues Marx era muy superior intelectualmente a Engels y tampoco era un hombre que se sometiera fácilmente a una opinión ajena, declaró que en ello jugaron un gran papel los asuntos privados de Marx. Probablemente quería referirse a la dependencia material de la familia Marx de Engels, durante decenios, que pudo serle conocida, pero de lo cual entonces muy pocos tenían idea. Sin embargo no diomás pormenores al respecto y yo tuve la impresión de que se trataba de asuntos sobre los cuales por el momento no deseaba extenderse.
Jung nos contó entonces que los choques constantes en el Consejo general le persuadieron a él, a Eccarius y a la mayor parte de los miembros ingleses del Consejo de que la ruina de la Internacional era inevitable, en caso de que no se resolviese trasladar el Consejo general a Bélgica o a Suiza, los únicos países que podían tenerse en cuenta para ello dada la situación política de entonces en Europa. Pero contra esas propuestas se manifestaron con toda decisión Marx y Engels y sus partidarios. Sobre el papel que desempeñó Engels en el Consejo general, se había dado ya a conocer algo, pero era la primera vez que lo oí confirmado todo por un hombre que había conocido personalmente esas cosas. El juicio de Jung era tanto más importante cuanto que él permaneció marxista toda su vida y había sostenido en todos los congresos de la Internacionallos principios teóricos de su maestro.
Según la exposición de Jung, Engels y Paul Lafargue tuvieron también la culpa de que la Federación nacional española rompiese sus relaciones con el Consejo general. La Federación española no sólo era por el número de sus miembros una de las corporaciones más fuertes de la Internacional, era también la única que había abonado hasta allí con la mayor escrupulosidad sus cotizaciones al Consejo general. Por eso la Conferencia de Londres de 1871, a propuesta de Marx, expresó un reconocimiento especial a los españoles por su cumplimiento ejemplar del deber. Según las manifestaciones de Jung, la relación entre la Federación regional española y el Consejo general había sido siempre óptima y no fué turbada por un solo incidente. Pero esto cambió muy pronto desde que Engels se hizo cargo de las relaciones con España. Engels había sabido por Paul Lafargue, que entonces jugó un breve, pero muy poco honroso papel en Madrid, que en el seno de los internacionalistas españoles existía una asociación secreta, la llamada Alianza, que agrupaba a los miembros más activos de la Federación regional española para estar prevenidos contra la represión de la Internacional proyectada entonces por el gobierno español. La Alianza, que había sido fundada en 1870 por los dos conocidos internacionalistas españoles Farga Pellicer y Sentiñón con ese objeto, era un asunto puramente español y totalmente ajustado a las condiciones políticas del país.
Engels, que en aquel tiempo forjaba con Marx todos los planes para asestar en el próximo congreso de La Haya un gran golpe contra Bakunin y sus partidarios, relacionó inmediatamente la Alianzaespañola con la Alliance de la Démocratie Socialiste fundada por Bakunin y sus amigos después de su salida de la Liga de la paz y de la libertad (1868), sin tener la menor idea siquiera del verdadero estado de las cosas. Dominado por ese pensamiento, escribió el 24 de julio de 1872, sin conocimiento del Consejo general, una carta increíble a la Federación regional española, en la que exigía con palabras crudas los nombres de todos los miembros de la Alianza, concluyendo con estas palabras: «En caso de no recibir a vuelta de correo una respuesta categórica y satisfactoria, el Consejo general se verá forzado a denunciaros públicamente en España y en el extranjero, por haber violado en el espíritu y en la letra los estatutos generales y haber traicionado la Internacional a una sociedad secreta que no sólo le es extraña, sino que está frente a ella como enemiga».
Sin duda se había prometido Engels una victoria decisiva con esa carta redactada en tono prusiano de mando. En verdad aquel escrito inaudito tuvo un efecto, pero no en el sentido que Engels había esperado. La Federación regional española no sólo tuvo por lesivo para su dignidad responder a esa carta, sino que interrumpió también, después del congreso de La Haya, todas las relaciones con el viejo Consejo general de Londres y se declaró unánimemente en favor de las resoluciones adoptadas en la conferencia de Saint-Imier (1872) por las Federaciones regionales más importantes de la Internacional, que poco después fueron aprobadas igualmente en el congreso de Córdoba.
Cuando Engels no recibió respuesta alguna a su carta, propuso en el Comité ejecutivo del Consejo general la suspensión del Consejo federal español. Tan solo por la intervención decidida de Hermann Jung fué llevada esa propuesta monstruosa a la sesión general del Consejo general y rechazada casi unánimemente.
Sobre el congreso de La Haya, en donde iba a jugarse el destino de la Internacional, no tuvo Jung una palabra de disculpa. Calificó aquel congreso como «una conferencia realizada gracias al contrabando de credenciales y a los medios más repudiables, en la cual la verdadera mayoría de la Internacional fué dominada por una minoría de manera ruin, por una minoría que había sabido procurarse credenciales por métodos obscuros, tras las cuales en muchos casos ni siquiera había organización alguna». Supo darnos una cantidad de pormenores al respecto, pero hoy se han dado a conocer por las investigaciones históricas de los últimos cuarenta años, aunque para mí eran enteramente nuevos entonces.
En base a esos procedimientos indecorosos, rehusó Jung crudamente entonces la participación en el congreso de La Haya, aunque había participado en todos los congresos anteriores de la Internacionalcomo miembro del Consejo general. Según la exposición de Jung, Marx y Engels no estaban totalmente seguros sobre el desenlace del congreso. Así nos contó que unos días antes de la reunión de la Haya le visitaron ambos en su domicilio y emplearon toda su elocuencia para incitarle a tomar parte en los debates. En esa ocasión le dijo Engels: «Usted es la única persona que puede salvar la Internacional». A lo cual le respondió que sólo iría a La Haya si Marx y Engels le prometían permanecer en Londres.
Naturalmente no dejé tampoco de interrogarle sobre su opinión personal acerca de Bakunin y de su actividad. Me respondió que no había dudado nunca de la buena voluntad y de la honestidad personal de Bakunin, pero que todavía seguía opinando que su influencia no ha sido favorable en los países latinos de la Internacional, pues como ruso tenía poca comprensión de las cosas de la Europa occidental. Jung condenó con toda decisión los métodos ruines con que se combatió entonces a Bakunin, pero era de opinión que tarde o temprano se habría producido una ruptura entre él y la Internacional. De las ideas propias de Bakunin, a quien por lo demás sólo encontró una vez y eso en el congreso de Basilea en 1869, no tenía evidentemente ninguna noción, pues declaró abiertamente que no había leído nada suyo fuera de algunos artículos en la Egalité.
He visitado al anciano más de una vez ulteriormente y, aunque no compartía mis puntos de vista, me recibió siempre amistosamente y me invitó a que continuase visitándole. Cuando le hice una vez la propuesta de dar en la asociación (Verein) una conferencia acerca de sus experiencias en el Consejo general de la Internacional, se defendió con ambas manos diciendo:
«¡Dios me libre! He tenido que luchar bastante en mi vida con alemanes. Sus compatriotas, mi querido Rocker, son en verdad un pueblo musical, pero no aprendieron nunca tacto; por eso han sido siempre malos músicos, con lo cual no quiero referirme a Beethoven. También mis compatriotas, los suizos, son filisteos, pero son filisteos pasivos y esto los vuelve inofensivos. Pero los alemanes son filisteos activos y por eso son peligrosos».
Cuando le pregunté sonriendo cómo armonizaría ese juicio sobre todo un pueblo con sus principios internacionales, respondió que lo uno no tiene que ver nada con lo otro. Los alemanes, dijo, no son por naturaleza mejores o peores que los otros pueblos, pero toda su historia imprimió en ellos su sello. Mientras estaban políticamente escindidos, fueron a menudo sometidos a otros, por eso su presentación hoy como gran nación es tanto más arrogante. El signo del filisteísmo consiste en que no se va más allá nunca de las estrechas fronteras de las ideas tradicionales. Pero los alemanes actuales quieren ir más allá de esas fronteras, intentando imponer su propio filisteísmo a todos los demás. Pero en eso hay un gran peligro para el porvenir de Europa, ya que un buen carnero basta para producir un gran desastre.
El buen anciano tuvo un triste fin, pues cayó víctima en septiembre de 1901 de un asesinato con fines de robo. Algunos veteranos del tiempo de la primera Internacional y un pequeño círculo de jóvenes le dimos el último acompañamiento.
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