Flores de ciudad, marchitas en verano producto del derretimiento del asfalto, sopa neoprénica que se pega a zapatos y ensucia la tierra. En las ciudades del capital, en las ciudades del mundo neocivilizado, se erigen espacios singulares por su fealdad y brutalidad: parques de concreto, avenidas del consumo, templos de la explotación financiera.
La ciudad actual, un lugar de desencuentros para los seres humanos, ha ido mutando más que evolucio-nando… ¡Qué evolución puede ser aquella que identifica el espacio común como mercado y los habitantes como consumidores! Más boulevards, muchos malls y nada de tea-tros, café, juegos al aire libre.
¡Evolución, Evolución, Evolución es lo que requieren las ciudades! Hermosas avenidas y parques con árboles añosos y gentes mirando el cielo, donde todas y cada una vengan a disfrutar de sus momentos de descanso y recreo. Ciudades que cuiden y protejan su intimidad, un pequeño trozo de su corazón inexpugnado para el ojo del común ciudadano… espacios resguardados para los habitantes que en ellos se descubran, como aquellas callejuelas donde pasea la joven pareja declarando su amor transparente.
Por esto, requerimos ciudades con grandes posibilidades de comunicación, conectadas e interconectadas consigo, con otras y con el mundo mediante los mejores y más eficientes medios, al tiempo en que economía y logística no sea una carga o lucro privado, sino elementos para el beneficio colectivo.
De Santiago en Chile a São Paulo, cerca al océano Atlántico, preguntamos una y otra vez: ¿qué posibilidades tenemos de autogestionar estos hábitats de seres humanos del III milenio? Un porcentaje cada vez mayor de la humanidad vive, come, ama y muere en las ciudades al ritmo del capital, siguiendo los ritos del Estado y sufriendo sus instituciones a diario: trabajos, impuestos, estudios, cárceles, trámites para registrar, vender, arrendar o exterminar.
Pedro Kropotkin nos hablaba hace un tanto de los talleres y pueblos agroindustriales. Por su parte, Eliseo Reclus visualizaba la federación y la comuna para la vida libre de pobres obreros o campesinos. Y Mumford… ¡Ah, Lewis Mumford y sus ciudades jardín! Que inspirador y vegetal nombre… pueblos agroindustriales, federaciones, comunas, ciudades jardín. He aquí algunas señas que pensamos y repensamos para en el mejor de los casos construir nuevamente, ocupar espacios, liberar espacios para jardines de flores, frutas y niños en escuelas del pueblo. Ciudades que hemos de levantar otra vez, ¡si ya lo hemos hecho tantas veces en y desde los rincones más olvidados de los tiempos históricos de la civilización! Y prometemos estar allí el día en que caerán estas babilónicas ciudades, y para ello, hemos luchar en y desde nuestros barrios, gracias a nuestras asambleas comunitarias para desarrollar posibilidades de una educación libre en nuestras comunidades, con mejor salud para todos y todas, vivienda digna y espacios de recreo y trabajos para vivir y no sólo sobrevivir… Insistimos en que estaremos aquél día, en que como Pavel Oyarzún escribe:
Caen nuestras ciudades.
Se desploman como bestias anémicas,
heridas de muerte
en todo este país.
Nuestras ciudades se vienen abajo
estruendosamente.
Se desmoronan sus alturas iluminadas,
y sus espejos hechos de piedra
y de letanías sordas,
casi infinitas.
El olvido recorre sus calles
como un asesino en un noche de crímenes
y de alaridos.
Caen nuestras ciudades
con espectaculares gestos de espanto.
Se quiebran los muros levantados,
y los acontecimientos de la infamia
que allí tapiaron.
Caen nuestras ciudades envueltas en luces
y en convulsiones horribles.
Se derrumban resplandecientes y modernas.
Revientan por todas partes
como un cráneo alcanzado por una bala
que estalla y se fragmenta adentro.
Se derrumban sus promontorios
y sus llanuras endurecidas.
Sus corazones encendidos.
Sus esquinas feroces.
Sus dolores ocultos tras la luz.
Sus cadáveres retirados de la vía pública.
Sus letreros norteamericanos.
Sus insondables tristezas.
Sus cielos marchitos y mortuorios.
Sus hechos de sangre y de olvido.
Sus áreas restringidas.
Sus pánicos desvencijando la cuenca de los ojos.
Sus templos de culto.
Sus laberintos golpeados por un inaudito.
Sus desamparos abiertos en pleno día
como sus cementerios
y sus oficinas.
¡No quedará piedra sobre piedra!
Se desploman nuestras ciudades.
Caen, irremediablemente,
sobre las almas de sus habitantes,
como un lluvia de polvo
sobre las almas de sus habitantes,
como una lluvia de polvo
sobre un esqueleto irreconocible,
arrojado a la superficie más desolada
de este país,
y por qué no,
de todo este planeta.
(Poema “Caen nuestras ciudades” del texto “La Jauría Desquiciada” de Pavel Oyarzún, Impreso en Atelí, Punta Arenas, s/f, pp. 51 – 54)