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Continuamos con nuestro dossier de Rudolf Rocker. El segundo artículo que presentamos lleva por título “Pedro Kropotkin” y corresponde a un capítulo del libro “En la borrasca (Años de exilio)” (Buenos Aires : Editorial Tupac, 1949), de Rudolf Rocker.
Lo interesante de acercarnos al pensamiento anarquista desde el anecdotario de un reconocido exponente, es que podemos conocer aspectos muy cotidianos, como la personalidad o los espacios cotidianos donde vivían, a nociones fundamentales del ideario ácrata. Este texto, de hecho, es un buen ejemplo de lo que queremos decir.
En el primer encuentro con Kropotkin –que es el comienzo de una sincera amistad–, Rudolf Rocker describe el lugar de estudios de pensador y revolucionario ruso:
Después de un ligero bocadillo nos fuimos al cuarto de trabajo de Kropotkin. Las paredes de la habitación sencilla pero cómoda estaban cubiertas hasta el techo de libros, mientras la gran mesa de trabajo estaba ocupada con papeles y periódicos.
Similar a los mapas de Eliseo Reclus, Kropotkin era un asiduo lector. Este detalle nos da pistas del modo en que Piotr pudo plasmar tantos conocimientos en su obra póstuma Ética, origen y evolución de la moral, viviendo en la pequeña aldea de Dimitrov sin los títulos de su biblioteca a mano.
Y aún insistiendo en las particularidades de la personalidad de Kropotkin, en este escrito Rudolf Rocker hace referencias a diversas obras del autor ruso, explicando, con ello, aspectos fundamentales para comprender su pensamiento, de los cuales recomendamos poner especial atención a la visión que tenía acerca de la Historia.
Se trata, en efecto, de una buena entrada para conocer a Kropotkin. Quizás por este mismo motivo es que también se utilizó como prólogo del libro “Memorias de un revolucionario”, traducido al español por Fermín Salvochea (Buenos Aires : Ed. Americalee, 1943). Por eso no está demás recordar las palabras que Oscar Wilde plasmó en De Profundis: «A las vidas humanas más perfectas que he tenido ocasión de observar, pertenecen las de Verlaine y el príncipe Kropotkin».
«Pedro Kropotkin», por Rudolf Rocker
A causa de mi actividad en el movimiento obrero judío tuve ocasión también de reunirme con Kropotkin más a menudo de lo que había ocurrido hasta allí, pues el viejo mantenía siempre estrechas relaciones con los compañeros de la parte oriental. Lo había visto y oído hablar varias veces en reuniones internacionales, poco después de mi llegada a Londres, pero un conocimiento personal suyo lo hice tan sólo en la época del Congreso Socialista Internacional de julio de 1896, en aquel club italiano donde los compañeros se reunían todos los días durante la semana del congreso. Kropotkin, que en aquel tiempo no estaba muy bien de salud, apareció allí algunas veces. En esa ocasión fui presentado por Bernhard Kampffmeyer y cuando nos despedimos me invitó amablemente a visitarle en Bromley. En agosto o septiembre del mismo año hice uso de la invitación y le visité junto a Kampffmeyer y Wilhelm Werner. La mujer de Kropotkin nos abrió la puerta de la casita amable que habitaba entonces la familia, y nos dirigió, después de una acogida cordial, a una habitación sencilla donde pronto apareció Kropotkin mismo y nos saludó en su estilo cautivante. Era precisamente la hora del té y Sacha, la hija vivaz de Kropotkin, estaba poniendo la mesa. Después de un ligero bocadillo nos fuimos al cuarto de trabajo de Kropotkin. Las paredes de la habitación sencilla pero cómoda estaban cubiertas hasta el techo de libros, mientras la gran mesa de trabajo estaba ocupada con papeles y periódicos.
Después de haber tomado asiento, nos mostró el viejo con franca alegría un libro que tenían ante él. Era una rara edición de “The Chains of Slavery”, de Jean Paul Marat, que había aparecido en 1774 en Inglaterra. Nos contó que un amigo de Edinburgh le había enviado el libro como obsequio. “Una cabeza aguda, ese difamado Marat”, dijo. “Entre todos los hombres de la gran revolución, sin duda, uno de los pensadores más significativos, con más visión política y más penetración que Robespierre y todos sus adeptos juntos”.
La conversación se centró pronto en la situación política de Alemania y el joven movimiento libertario allí, por el que Kropotkin mostró un interés especial, pues, según su opinión, dependía el porvenir de Europa del desarrollo interno de Alemania. Kropotkin temía ya entonces el peligro de una guerra europea, pues la política exterior del gobierno imperial trabajaba directamente en ese sentido y las otras grandes potencias se veían forzadas así a seguir las mismas huellas. La paz armada, decía, es a la larga intolerable y las alianzas militares, por las que se intenta aparentemente buscar protección, sólo pueden contribuir a acelerar la manifestación de las hostilidades abiertas. Pero si se llegaba a la guerra, conduciría indudablemente a un gran retroceso espiritual y, según toda probabilidad, a un abandono de las mejores conquistas en Europa, aún cuando Alemania fuese derrotada. Sólo una transformación interna de las condiciones políticas y sociales en Alemania misma podría salvar a Europa de la catástrofe amenazante.
Pero no existían entonces las menores perspectivas para eso. El régimen semiabsolutista de Alemania parecía interiormente más afianzado que cualquier otro Estado de Europa, pues no tenía que contar con ninguna oposición seria. La burguesía alemana no tenía espina dorsal y además estaba influida por fuertes aspiraciones imperialistas; pero la socialdemocracia y con ella la inmensa mayoría de todo el movimiento obrero alemán, no era más que un coloso con pies de arcilla, que no resistiría ninguna prueba seria.
Kropotkin conocía bien el desarrollo del movimiento socialista en Alemana. No se hacía por tanto exageradas ilusiones sobre la influencia del pequeño movimiento anarquista, pues sabía muy bien con qué dificultades tenía que luchar. Expresó entonces una idea que se grabó profundamente en mí y cuya verdad llegó ulteriormente cada vez más ciará a la conciencia. En los países latinos, dijo, el anarquismo es el resultado natural de la gran corriente de ideas que brotó de la lucha contra el absolutismo monárquico y que se ha mantenido en las tradiciones revolucionarias del pueblo; pero en Alemania representaba sólo una nueva manera de pensar que estaba en la contradicción más flagrante con las tradiciones autoritarias del país y sólo muy lentamente podría alcanzar una mayor influencia.
Kropotkin nos contó aquella tarde algunos pormenores interesantes de su conocimiento con Emil Werner y August Reinsdorf, a quienes había encontrado personalmente en Suiza y sobre la aparición de la Arbeiterzeitung de Berna (1876-77), el primer periódico anarquista moderno en idioma alemán, en donde habían colaborado regularmente él y Paul Brousse.
Desde aquella primera visita he quedado íntimamente ligado a Kropotkin hasta su partida para Rusia, pero la primera impresión que recibí de él entonces, quedó inalterada. El que ha conocido la acción intelectual de un hombre verdaderamente grande y ha abarcado plenamente la importancia de su obra, abriga a menudo el deseo de verle de cerca. Ocurre en ello con frecuencia que la realización de ese anhelo natural no corresponde siempre a las ilusiones internas; tal vez porque desde el comienzo fueron demasiado altas. No ocurría lo mismo con Kropotkin. El que tuvo la dicha de tener estrecha amistad con él, no ha sido decepcionado nunca. Cuanto mejor se le conocía, tanto más profunda era la impresión que se recibía de él. Entre el autor de El apoyo mutuo y el hombre Kropotkin no había ninguna distancia. Lo mismo que pensaba y sentía, así ha obrado en todas las fases de su larga y rica vida. Conocerle y quererle era una misma cosa. Era la armonía interna de toda su naturaleza la que irradiaba tal calor, tan hondo humanismo, que permanecía siempre él mismo y nunca dejaba surgir la menor duda sobre la honradez de su pensamiento. Kropotkin era un hombre de una pieza; en él no había nada dudoso.
En el libro escrito desde el dolor más hondo del alma, De profundis, dijo Oscar Wilde: «A las vidas humanas más perfectas que he tenido ocasión de observar, pertenecen las de Verlaine y el príncipe Kropotkin». Wilde, el delicado poeta y psicólogo, tenía razón. La vida de Kropotkin en sí misma era una grandeza humana que se encuentra raramente. Habría sido una gran vida, aunque no hubiese escrito una línea. En ella estaba lo seductor de su personalidad de gran envergadura, el encanto interior de todo su ser. Todos los que entraron en íntimo contacto con él, quedaron dominados por el mismo hechizo. No había en esa vida nada artificioso, nada que estuviese calculado para los efectismos externos. También George Brandes le juzgó en este sentido, cuando dijo:
«Es un revolucionario sin énfasis. Se ríe de los juramentos y de las ceremonias por los cuales se asocian los conspiradores en dramas y operetas. Este hombre es la sencillez encarnada. Como carácter mantiene la comparación con los grandes combatientes de la libertad de todos los países. Ninguno fue más desinteresado que él, ninguno amó a la humanidad más que él».
Este fue el motivo por el cual quedé tan estrechamente vinculado a él a través de los años; puedo decirlo tranquilamente, hasta más allá de la tumba. Fue y siguió siendo uno de los grandes acontecimientos en mi vida, a quien tuve que agradecer mucho. No fui nunca un idólatra, sordo y ciego ante la insuficiencia de los ídolos por uno mismo creados. Lo que me unió tanto a Kropotkin fue su cálido sentido humano, su sentimiento inconmovible de justicia, que resistían toda prueba. Su sentido de la justicia no era un concepto abstracto, sino un sentido viviente de simpatía que se manifestaba en lo más grande y en lo más pequeño. Seguramente nunca ha humillado en su vida a un ser humano. Su manera de obrar no era determinada por ninguna regla externa, sino que correspondía siempre al sentimiento directo de su gran alma, que tenía comprensión para todo. Uno de sus más viejos amigos, Stepniak (Kravtschinski), ha destacado especialmente en su obra bien conocida La Rusia subterránea, ese rasgo del carácter de Kropotkin, cuando dijo: «Kropotkin es un hombre extremadamente sincero y franco. Dice siempre la pura verdad, sin rodeos ni consideraciones al amor propio de los que hablan con él. Este es el rasgo más saliente y simpático de su carácter. Se puede fiar absolutamente en sus palabras».
Cuando estalló en 1914 la primera guerra mundial, que había previsto hacía tanto tiempo, y se apartaron nuestros caminos, las relaciones personales no fueron afectadas, pues yo sabía que su actitud era el resultado de la más profunda convicción, de la que nadie podía dudar. Nadie puede decir quién de nosotros tenía entonces razón. Yo mismo confieso abiertamente hoy que Kropotkin juzgaba entonces muchas cosas mejor que yo y que otros. Y finalmente la convicción interior de un hombre no es una cosa que se pueda medir con el metro y que se pueda liquidar simplemente como exacta o errónea.
Kropotkin fue atribulado por graves enfermedades durante la primera guerra mundial, pero me escribía siempre que le era posible y me enviaba libros de su biblioteca al campamento de prisioneros. Esto no era para él fácil, pues la mayor parte de sus libros estaban provistos de numerosas acotaciones marginales que debía borrar cuidadosamente, a fin de que la censura no tuviese motivos para intervenir. En una de las cartas que recibí entonces de él, me decía que comprendía plenamente mi actitud ante la guerra, aun cuando no podía compartirla. «Ante todo, lo que importa es la convicción», me escribía. «No hay que defender una causa si no sale de lo más hondo del corazón. También esta terrible catástrofe terminará un día. Entonces continuaremos juntos, como lo hemos hecho hasta aquí, en favor de la gran causa de la liberación humana, que es la causa de todos nosotros».
Esa honda sinceridad de pensamiento se advertía también en su actuación pública. Kropotkin no pertenecía a los grandes oradores de su tiempo, pues le era extraña toda retórica artificial. Pero poseía en alto grado aquel misterioso algo que sale de lo más profundo del alma y se graba por eso tanto más en los oyentes, aquel algo que no se puede aprender ni enseñar, porque es la más acabada expresión de la personalidad y brota de la esencia más íntima del ser humano.
La naturaleza había provisto a Kropotkin de ricos tesoros, pero el tesoro más grande era su rica personalidad, la sencilla grandeza y la pureza de su carácter, la distinción de sus convicciones, que ni el adversario más encarnizado de sus opiniones podía dejar de respetar. Es este aspecto de su naturaleza el que ha hecho de sus Memorias de un revolucionario una de las obras más notables de la literatura autobiográfica. El, que sabía contar tantas cosas agradables y alentadoras de los otros, quedaba siempre en último plano. Y cuando se vio obligado a hablar de sí mismo, lo hizo con una modestia tan simple que encanta.
Kropotkin no fue nunca un hombre de la dorada mediocridad, que colgaba su capa según el viento. La indiferencia ante hombres y cosas le era totalmente extraña. Pero poseía también al mismo tiempo una profunda comprensión humana de las debilidades ajenas, mientras no resultasen de motivos deshonestos. Me acuerdo todavía de una conversación sobre un viejo amigo, que desempeñó junto con él un papel como uno de los principales acusados en el famoso proceso de Lyon (1883), pero que después de su liberación cayó totalmente en el escepticismo. «Lo deploro de todo corazón», dijo el viejo. «El escepticismo es el amortiguamiento inicial de la conciencia, que en la mayor parte de los casos es incurable. Pero nos ha dado lo mejor que tenía y por eso debemos estarle siempre agradecidos». Esas sencillas palabras, inspiradas por honda comprensión, que ni siquiera encerraban el más mínimo reproche, me causaron tal impresión que no he vuelto a olvidarlas. Sólo un hombre verdaderamente grande era capaz de juzgar hombres y cosas sin ningún prejuicio y sin ninguna amargura personal, de lo que no es capaz nunca la ciega razón de partido.
Kropotkin no sólo era uno de los grandes pensadores de su tiempo, sino que se había adelantado mucho a su época y reconoció las conexiones internas de la cultura humana mejor y más profundamente que la mayor parte de sus contemporáneos. Sus vastísimos conocimientos como geógrafo, historiador, economista y filósofo social eran asombrosos y le capacitaron para la redacción de una cantidad de obras cuyo valor será imperecedero, pues no brotaron de presunciones abstractas ni de un pensamiento preconcebido, sino que se apoyaban en los fenómenos reales de la vida y justamente por eso ofrecen siempre estímulos para nuevos conocimientos.
En su obra sobre El apoyo mutuo, un factor de la evolución no sólo ha modificado a fondo el cuadro de la naturaleza creado por la teoría de la lucha por la existencia, sino que ha mostrado insostenibles también las concepciones del llamado darvinismo social, muy influidas por la teoría malthusiana de la supuesta ley del aumento de la población, y ha presentado bajo una nueva luz las relaciones entre el hombre y la sociedad. Su libro Campos, fábricas y talleres, no sólo nos dio nuevas informaciones sobre las futuras relaciones entre la industria y la agricultura, que podrían jugar un gran papel en la reforma de las condiciones de la vida social, sino que ha mostrado también una serie de nuevos caminos para la educación moderna por la asociación del trabajo manual e intelectual, que no quedarán ignorados. Su Historia de la revolución francesa ha ilustrado por primera vez desde un nuevo punto de vista aquella gran época histórica, que tuvo una influencia muy fuerte en el desarrollo entero de Europa, como no se había hecho hasta allí por ningún otro historiador y seguramente ha contribuido a valorar la importancia de los grandes movimientos populares en la historia de otro modo a como se había hecho hasta allí.
Pero el mismo hombre que disponía de tantos conocimientos, era en su trato la persona más modesta que se podía imaginar, y no hizo sentir nunca a nadie su superioridad intelectual. Esa sencillez de su naturaleza, que se manifestaba en todos sus actos, no era nada adquirido, sino la expresión natural de su más íntimo sentimiento. Podía hablar con cualquiera, encontraba siempre la palabra exacta que inspiraba inmediatamente confianza y suprimía todo sentimiento de distancia. Hablaba siempre de igual a iguales; su verdadero sentido humano pasaba por encima de toda diferencia y no permitía ninguna distancia entre él y los otros. Los duchoborzes rusos en viaje al Canadá visitaron al viejo con frecuencia, cuando llegaron de Rusia a Londres. Pero esos simples campesinos, de los cuales la mayor parte apenas sabía leer y escribir, encontraron en la casa hospitalaria de Bromley la misma acogida cordial que los hombres de todas las otras capas sociales.
Así, algún eterno práctico de la vida, de esos que cuentan a los seres humanos como cifras muertas, ha interpretado el honrado amor humano de Kropotkin como un extravío ingenuo de los sentimientos, creyendo poder liquidarlo como soñador impráctico. Pero la experiencia práctica de la vida misma ha mostrado siempre que ese utopista atrasado tenía una comprensión más honda de los fenómenos reales del desarrollo histórico que la mayor parte de los políticos realistas revolucionarios, que tomaron la funesta herencia de sus predecesores burgueses y no quisieron ver el peligro de que luego cayeron víctimas. Una mejor visión llegó a muchos tan sólo cuando era ya demasiado tarde.
Eso se manifestó con especial claridad en su juicio temprano y agudo de los sucesos revolucionarios de Rusia, cuyos ineludibles efectos había previsto mejor que muchos otros que entonces se hallaban entregados por entero al bolchevismo y no fueron capaces de un mejor conocimiento. Cuando Kropotkin, antes de su partida para Rusia, se despidió de mí, tuve el presentimiento de que no volvería a verle. Esa idea fue para mi doblemente penosa en la prisión; pero estaba, a pesar de su edad, tan esperanzado y tan seguro, que me alegré con él de que volviera a ver la vieja patria que había mantenido tan hondamente en el corazón. Fue un rudo destino el que esperaba al viejo en Rusia. La revolución que había librado a su país natal de siglos de larga servidumbre, fue llevada desde la entrada de los bolcheviques en el poder cada vez más por el camino de la dictadura y creó las primeras formas del Estado totalitario en Europa, de donde brotaron los gérmenes nefastos que se desarrollaron luego en la siembra de dragones del fascismo. Como Robespierre y los jacobinos prepararon por la dictadura de la guillotina el camino al dominio del sable de Napoleón, así Lenin y sus adeptos echaron los cimientos para el despotismo de Stalin, que suprimió poco a poco todas las demás tendencias revolucionarias y finalmente devoró a los viejos jefes del bolchevismo.
Kropotkin reconoció desde el comienzo ese peligro y no perteneció a aquellos que se acomodaban silenciosamente a las cosas lo mejor que podían, sino que combatió con viril decisión contra él, a pesar de su edad y de la enfermedad que le consumía. Su carta a Lenin, en la que se rebeló con todo el vigor de su convicción humana contra el método bárbaro de la llamada política de los rehenes y especialmente su Manifiesto a los trabajadores de la Europa occidental, que escribió poco antes de su muerte y que Miss Bronfield sacó de Rusia, fueron sus últimas manifestaciones contra la tiranía que había combatido toda su vida. Aquel manifiesto casi se ha olvidado hoy, pero muestra con asombrosa claridad lo exactamente que había juzgado entonces Kropotkin el desarrollo de las cosas en Rusia. Lo que no podían concebir los sabios del realismo político, que sólo pensaban en cifras muertas y conceptos colectivos vacíos, fue inmediatamente claro para un noble amigo del hombre como Kropotkin, porque para él el hombre siguió siendo siempre la medida de todas las cosas, a la que finalmente ha de referirse todo y que no puede ser suplantado por ninguna categoría abstracta de pensamiento.
Eduard Bernstein dijo en alguna parte en sus escritos, que no me son ahora accesibles, que un libro tan excelente como El apoyo mutuo sólo pudo ser escrito por un hombre que poseyese una necesidad de libertad tan arraigada y una conciencia ética como Kropotkin. Esto es absolutamente exacto. Era el impulso nato hacia la libertad lo que influía en su pensamiento y le movía a ahondar las presunciones heredadas de determinadas teorías y a valorar justamente su contenido en base a los resultados de la investigación científica. El que afirme que Kropotkin ha sido llevado meramente por representaciones de deseos, que le disponían simplemente a ver lo bueno y a dejar fuera de su atención lo malo, no ha intentado nunca estudiar a fondo sus verdaderas ideas. Kropotkin no ha negado nunca que en la naturaleza existe una forma de lucha por la existencia, en donde la superioridad física de los más fuertes juega el papel decisivo. Pero fue también uno de los primeros en reconocer claramente que, junto a esa lucha que se realiza con garras y dientes, existe también otra especie de autoafirmación, que ha surgido de la agrupación social de las especies más débiles y que se manifiesta en la simpatía hacia los otros y en la práctica del apoyo mutuo. Y es precisamente esta manifestación de la lucha por la existencia la que capacita a las especies físicamente más débiles para desarrollar una fuerza mayor y las protege contra la suplantación o la destrucción por las especies más fuertes. Kropotkin ha mostrado de la mano de innumerables ejemplos que justamente esta segunda manifestación de la lucha por la existencia tiene una importancia incomparablemente mayor, tanto para el mantenimiento de la especie como para la afirmación del individuo, que la superioridad puramente física, lo que resulta ya del retroceso constante de aquellas especies que no conocen una convivencia social y están simplemente a merced de sus fuerzas físicas.
Kropotkin no ha afirmado tampoco nunca que el hombre es bueno por naturaleza; pero ha negado también con toda decisión la interpretación contraria, que pone de manifiesto intencionalmente sólo los instintos malos y asociales de la naturaleza humana y de ese modo crea un cuadro desfigurado de los hechos reales. Ha mostrado que esa falsa concepción ha surgido del dogma del pecado original, que ha servido siempre como justificación a los poderosos eclesiásticos y seculares para sostener la necesidad querida por dios de sus privilegios, contra los que se rebelaba su sentido ético. Kropotkin ha cimentado su interpretación en una serie casi interminable de hechos concretos, tomados de los resultados de la investigación especial en todos los dominios y que sólo la limitación mental más desesperada puede juzgar como representaciones de deseos de un soñador utópico. Su convicción de que el valor de toda ciencia sólo puede ser determinado por su aplicación práctica e inmediata a la vida del hombre, le sirvió también de guía.
Kropotkin no era un dogmático seco, que partiese de nociones abstractas dadas y juzgase la naturaleza y la vida del hombre según esas nociones. Contra ello le prevenía su actitud de hombre de ciencia, que se apoyaba siempre en hechos perceptibles y no se perdía nunca en el laberinto de las afirmaciones indemostrables. Tampoco seguía las representaciones fatalistas de Hegel y de sus sucesores, que veían en todo acontecimiento social una necesidad histórica y en toda tarea que se hubiesen impuesto los hombres una misión histórica. Sabía que en la historia no sólo existen causas y efectos, sino también series largas e infinitas de relaciones recíprocas, que actúan unas sobre otras, se complementan, influyen y fusionan y alcanzan de ese modo efectos totales, que sólo se pueden abarcar en sus conexiones internas. No creía en la fatalidad férrea del devenir histórico, sino que sólo reconocía en las diversas formas de la convivencia humana posibilidades que el hombre mismo se crea y que nuevos conocimientos intelectuales pueden alterar y transformar tanto en sentido favorable como desfavorable. Esta interpretación hizo de él un pensador verdaderamente revolucionario, que no tenía las supuestas predestinaciones de una providencia imaginada por los hombres ni la representación metafísica de un desarrollo social obligado.
Kropotkin no dio a los seres humanos ninguna verdad absoluta, pues sabía muy bien que lo que llamamos verdad es determinado simplemente por el grado de nuestro conocimiento intelectual y se modifica con éste. No vio en la historia más que tendencias y caminos que podían ser recorridos y experimentados. Solamente la experiencia práctica podía sernos aquí de utilidad, y Kropotkin la utilizó para llegar a la conciencia de los hombres. Su estudio asiduo y durante toda la vida de las conexiones históricas, le había enseñado que los períodos de relativa libertad han sido los más benéficos para el desarrollo social e intelectual de los seres humanos, mientras que las épocas de despotismo sin trabas, la constante tutela y los intereses particulares desenfrenados de pequeñas minorías han significado siempre la muerte de toda cultura intelectual y social y han causado la descomposición interna del vínculo social. Cómo estaba en lo cierto, nos lo manifiesta de una manera tan gráfica la historia contemporánea de las creaciones estatales autoritarias que hasta el más ciego tendría que ver a qué abismo de barbarie conduce ese camino si no aparece a tiempo una recuperación.
Fue ese conocimiento el que condujo a Kropotkin hacia el anarquismo e hizo de él uno de los representantes más destacados de la libertad en todo dominio de la actuación humana. Pues la armonía interna de su naturaleza consistía precisamente en eso, que vivió y actuó en el sentido de la libertad tanto como pensador, por sus ideas, como en tanto que hombre por su ejemplo personal. Pero tampoco la libertad era para él un concepto abstracto y sobre todo un concepto absoluto, sino una condición de la convivencia humana, que asegura a todo individuo la plena posibilidad de desarrollar enteramente todas las energías y capacidades que le proporcionaron la naturaleza y su ambiente social, y eso sobre la base ética de una responsabilidad mutua y de una solidaridad de la acción sin las cuales no es posible a la larga una formación social. Tampoco para él, para decirlo con Proudhon, era una limitación la libertad del prójimo, sino sólo una confirmación de la propia libertad.
Lo mismo que Proudhon y Bakunin, no juzgó Kropotkin los acontecimientos históricos de su tiempo según los estrechos ángulos de determinadas tendencias sociales, sino desde el punto de vista de la evolución general de la cultura, pues sabía que partidos y movimientos sociales son siempre solamente capítulos del desarrollo social de la época y deben ser valorados únicamente como tales. Por eso veía en el anarquismo sólo la continuación natural de las grandes corrientes liberales de ideas de los siglos XVII y XVIII contra el absolutismo político y su reunión con las aspiraciones del socialismo moderno. Desde este punto de vista tienen que ser juzgadas también sus proposiciones económicas sobre las posibilidades de desarrollo de una sociedad sin Estado. Para él no eran éstas ningún punto de llegada, sino estímulos en el camino de la liberación social; tenían que ser primero probadas prácticamente y completadas por la experiencia de la vida y multiplicadas para cumplir su objetivo. Nada estaba más lejos de él que la idea de someter la rica diversidad de la vida a un determinado sistema. Justamente por eso combatió la centralización política y social en todos los dominios y vio en una federación de comunas socialistas la verdadera base de un desenvolvimiento libre, accesible a las nuevas perspectivas y ensayos prácticos y que no ponía barreras artificiales de ninguna clase a la formación ulterior de las condiciones sociales. Cuando algunos de sus adeptos posteriores creyeron ver en el anarquismo comunista la última palabra de toda evolución social, eso no es más que una demostración de que no han comprendido nunca el verdadero germen de la doctrina de Kropotkin y que ni siquiera la mejor y más libre de esas ideas está inmune contra la osificación dogmatica cuando no es mantenida siempre en circulación, como lo recalcó sin cesar Kropotkin.