Dossier «Viajes y encuentro de Rudolf Rocker»: «La ejecución de Francisco Ferrer»

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Hace unos días se cumplieron 103 años de los sucesos acontecidos en el castillo de Montjuich que concluyeron con el fusilamiento del pedagogo Francisco Ferrer i Guardia.

Su crimen fue educar sin obedecer las ideas clericales ni los principios de la monarquía española. Siguió, en cambio, una educación racionalista e integral, señalando principalmente que «importa principalmente desarrollar seres enteros y no únicamente fragmentos». Se le acusó injustamente en dos ocasiones, terminando la segunda en una apresurada condena a muerte. A pesar de las protestas que ocurrieron desde Lisboa a Brusales, extendiéndose hasta París y Buenos Aires, y del apoyo de reconocidos autores como Anatole France o Máximo Gorki, Francisco Ferrer fue fusilado. Pese a esto, su proyecto educativo continuó. No sólo en Barcelona se fundaron Escuelas Modernas, sino también en diversas regiones, como Estados Unidos o Brasil (este año serán 100 años de la Escuela Moderna de Sao Paulo).

En este texto, Rudolf Rocker, quien compartió en varias ocasiones con Ferrer, nos narra desde su vida cómo sucedió el proceso que llevó al triste desenlace, adhiriendo a esta interesante narración las instancias en que se encontraron junto a otros anarquistas, como Errico Malatesta, Alexander Schapiro o Lorenzo Portet, quien fue el encargado de continuar la obra de la Escuela Moderna, o las anécdotas de otros personajes olvidados, como el joven judío Morris Shutz o el español Pedro Vallina.

Asimismo, Rudolf Rocker, admitiendo su enorme interés por la historia del anarquismo español, reseña a otras dos personalidades de gran importancia en la región ibérica, dos anarquistas ingenieros que realizaron grandes aportes: Jose Prat y Fernando Tarrida del Mármol. Ambas reseñas son recomendables, sobre todo por Tarrida del Mármol, autor poco recordado en la actualidad, pero que, sin embargo, aun posee ideas muy claras para el desarrollo de la anarquía hoy en día.

En fin. Esta narración, aparecida en el segundo tomo de las memorias de Rudolf Rocker, es una crónica sobre Ferrer i Guardia y, también, una reseña del anarquismo español.

«La ejecución de Francisco Ferrer», por Rudolf Rocker [1]

El 9 de octubre de 1909 un consejo de guerra en Barcelona condenó a muerte a Francisco Ferrer, el fundador de la Escuela moderna, como su­puesto promotor de la rebelión de julio en Cataluña. Aunque los pormenores de ese repugnante crimen judicial sólo eran conocidos parcialmente en el extranjero entonces, todo el que no estaba desesperadamente deslumbrado por las ideas clericales, sintió que la monarquía española había planeado en este caso un asesinato judicial a sangre fría y quiso aprovechar la ocasión favorable para destruir la labor cultural de Ferrer, que era como una espina en los ojos para la iglesia y la reacción social desde hacía tiempo. Si se hu­biese tenido realmente pruebas palpables de la culpabilidad de Ferrer, no se le habría llevado a un consejo de guerra y no se le habría imposibilitado toda defensa efectiva. El hecho de querer ejecutar la sentencia a toda prisa, dos días antes de la apertura de las Cortes, pues se temía con razón grandes demostraciones contra el asesinato proyectado, mostró claramente que el gobierno conservador de Maura tuvo desde el comienzo el firme propósito de poner a la representación popular ante un hecho consumado.

            La sentencia de muerte desencadenó inmediatamente una tempestad de indignación en todo el mundo civilizado. Desde los sucesos terribles de la fortaleza de Montjuich en el año 1896, el gobierno español había perdido en el extranjero todo crédito moral. La funesta resurrección de la Inquisición a fines del siglo XIX, había dejado entonces tal impresión que se creían capaces de toda infamia a los representantes de la monarquía clerical de España. En cuanto se conoció la sentencia contra Ferrer, se produjeron en París, Londres, Roma, Lisboa, Bruselas, Amsterdam, Berlín, Viena, Ginebra, Buenos Aires, Montevideo y muchas otras grandes ciudades, poderosas demostraciones para  salvarle la vida. Hombres y mujeres de todas las capas sociales; representantes de grandes partidos políticos y de sindicatos; sabios, escritores, artistas y pe­dagogos como Anatole France, Charles Albert, Máximo Gorki, Georg Bran­des, Maurice Maeterlinck, J. Mesnil, Pedro Kropotkin, Ernst Haeckel, G. Sergi, E. Faure, Jean Jaurès, F. de Pressensé, P. Gilles, Keir Hardie, G. de Greef, Grandjouan, A. Naquet, C. A. Laisant, A. Cipriani, E. Merle, Domela Nieuwenhuis, Sebastián Faure, Jean Grave, Ch. Malato, Madame Séverine, P. Guillard. R. G. Cuningham Graham y cien otros levantaron su voz en una protesta unánime. Ciento cincuenta y dos de los profesores más conocidos de Francia, representantes de todas las facultades y de la mayor parte de las universidades del país, se dirigieron al presidente de ministros Maura y le pidieron que pusiera a Ferrer a disposición de un tribunal civil, donde tuviese la posibilidad de una verdadera defensa. Organizaciones de fama mundial como la Ligue des Droits de l’Homme, la Confédération Genérale du Travail y el Comité de Déjense des Victimes de la Répression Espagnole en Francia, el Independent Labour Party, la Fabián Society, la Rationalist Press Association y la International Arbitration and Peace Association en Inglaterra, la Société des Libres Penseurs y la Ligue des Droits de l’Homme en Bélgica, el Alba dei liberi en Italia y los partidos socialistas de Francia, Alemania, Austria, Bélgica e Italia se propusieron de inmediato arrancar a Ferrer de manos de sus verdugos. Toda la prensa liberal y socialista de todos los matices en Europa y América siguió ese ejemplo. Hasta en España misma, con excepción de Cataluña, donde el estado de sitio hacía imposible toda ma­nifestación pública, protestaron valientemente contra la ejecución de la sen­tencia hombres valerosos de todas las clases sociales y la mayor parte de los diarios que no estaban al servicio de la reacción clerical.

            Me encontraba justamente en París, donde los compañeros habían or­ganizado algunas conferencias a mi cargo, cuando llegó la noticia de la condena a muerte. La misma noche se produjeron numerosas demostraciones callejeras que adquirieron cada vez mayor magnitud en los días siguientes. En la Place de la Bastille, en el Jardín Luxembourg y especialmente en la Place de la Concorde se reunieron todas las noches enormes masas humanas para expresar su indignación. Costó bastante a la policía impedir el paso de los manifestantes hacia el consulado español y tuvo que disponer de un cuerpo de mil agentes para defender al embajador y a su personal contra los ataques. Los chóferes de la organización parisien del automóvil hicieron una manifes­tación singular. En cada automóvil asociado se leía en grandes letras: «En Montjuich son fusilados diariamente seres humanos. ¡Los curas exijen la cabeza de Ferrer! ¡La prensa española está amordazada!»

            Como siempre en tales oportunidades, también esta vez fué París único en su especie. El cálido aliento de su pasado revolucionario se hizo sentir nuevamente en esa ciudad y cautivó a todos. Hay que haber visto a París en tales días para conocer exactamente el alma inquieta y apasionada de su población.

            El 19 de octubre tuvo lugar en la gran sala de la Société des Savants un poderoso mitin de protesta, donde aparecieron como oradores Naquet, Malato, Faure, de Marmande, Yvetot y otros representantes del proletariado parisien. Como yo estaba libre aquella noche, no quise perder la ocasión naturalmente, de asistir a esa demostración. Apenas entré en la sala, se acer­caron a mí algunos compañeros alemanes y franceses que estaban informados de mi presencia y me saludaron alegremente. Me dijeron que la noche si­guiente tendría lugar en el salón L’Egalitaire un acto internacional de pro­testa en donde habría oradores de las diversas nacionalidades. Sólo faltaba un orador alemán y se consideraba por tanto que me pondría a disposición de los organizadores. Claro está, no vacilé un momento, aunque sospeché de inmediato que el asunto no tendría para mí probablemente buen desenlace. Por mediación de la Ligue des Droits de l’Homme se me había permitido dos años antes regresar a Francia. Pero el gobierno no había anulado oficial­mente mi expulsión. Mi caso estaba, por tanto, enteramente en manos de la policía política, que, sin tener necesidad de consultar al gobierno, podía vol­ver a suprimir en todo instante mi permiso de permanencia, si era de opinión que participaba en desórdenes públicos. Nadie podía naturalmente prever lo que la policía entendería con eso.

            Desde entonces había estado cinco o seis veces en París, dando confe­rencias ante un público alemán y judío sobre asuntos puramente literarios o históricos. La prudencia me obligada a esa prevención. La posibilidad de llegar a París dos o tres veces por año era para mí un descanso espiritual que no quería malograr, pues amaba esa gran ciudad única con todo el fervor de los que fueron alcanzados por su espíritu. Hasta entonces no había tenido nunca el menor inconveniente. También esta vez había ido todo bien hasta allí. Había dado ya dos conferencias, la primera sobre la concepción social del mundo en Tolstoi, la segunda sobre Francisco Goya como artista y rebelde. La tercera y última conferencia sobre el motivo social en el Anillo de los Nibelungos de Wagner debía tener lugar dos días después; pero ya no fué posible.

            El acto de protesta en el Égalitaire, como todas las demostraciones de aquellos días agitados, fué un gran éxito. La espaciosa sala estaba repleta y tuvo que ser clausurada antes del comienzo del acto. R. de Marmande habló como representante del Comité de Défense Socíale y H. Thuiller en nombre de los Sindicatos unidos del Departamento del Sena. Los demás oradores pertenecían a las más diversas naciones. A. Cipriani habló en italiano, A. Gas en español, Ch. Cornelissen en holandés, Molnar en húngaro, Roth en inglés, Hayno en checo y yo en alemán. El estado de ánimo de la concurrencia era muy vivo y adecuado al momento que se vivía, lo mismo que las expresiones de los oradores, que no ocultaban los sentimientos que les embargaban y describieron como merecían los crímenes del régimen de los verdugos españoles. Pero no se produjeron incidentes de ninguna clase, como ocurría entonces tan a menudo, cuando al terminar los actos se improvisaban grandes demos­traciones callejeras que llevaban no raramente a encuentros con la policía.

            A la mañana siguiente, a las seis, fui despertado del sueño en el hotel por repetidos llamados a la puerta. Salté de la cama para ver qué ocurría. Ante mí se encontraban dos señores que se legitimaron como representantes de la policía y me explicaron cortésmente que tenían orden de llevarme hasta la Préfecture de Pólice. Pregunté el motivo, pero no pudieron o no quisieron darme informes. Se me llevó a una habitación donde me fué servido un ligero desayuno. Cuatro horas más tarde fui conducido ante un funcionario superior, que me notificó que debía salir de Francia en el plazo de veinti­cuatro horas.

            Le pregunté sobre la contravención a que debía mi nueva expulsión. Me respondió que la culpa era de mi propia irreflexión. «Si no se hubiese mez­clado en asuntos franceses, señor Rocker», dijo en tono deploratorio, «nadie le hubiese dicho nada». Le requerí si eran asuntos franceses los crímenes del gobierno español y el asesinato judicial de Ferrer, fríamente planeado. Movió los hombres y dijo que no le competía juzgar al respecto y que, como funcionario, no hacía más que cumplir con su deber. Con eso estaba dicho todo, naturalmente. En el funesto engranaje de la burocracia, nadie tiene una responsabilidad personal y cada cual cumple simplemente las funciones de la máquina, hasta que uno mismo se vuelve máquina. Sin embargo me quedó una cierta satisfacción. Cuando fui expulsado de Francia en 1894, como tantos otros en aquel tiempo difícil, fué el gobierno archirreaccionario de Dupuis el que decidió mi destierro. Pero esta vez tuve la satisfacción de recibir el salvoconducto de un gobierno a cuyo frente se hallaba el conocido socialista Briand. Fué, sin embargo, un consuelo.

            El 12 de octubre por la noche llegué de regreso a Londres. El día antes publicaron los periódicos la noticia de que Ferrer había sido fusilado en la madrugada en uno de los fosos de Montjuich. Muchos habían esperado hasta el último instante que el gobierno español, considerando el poderoso movi­miento de protesta en el extranjero, desistiría de la ejecución de la sentencia de muerte. Esa esperanza no era enteramente infundada, pues, como se sabe, tres años antes, después del atentado con bombas de Mateo Morral contra Alfonso XIII, el 31 de mayo de 1906, se hizo el intento de entregar a Ferrer al verdugo. El gobierno había cerrado entonces todas las escuelas modernas, había confiscado los bienes de Ferrer y él mismo, como supuesto cómplice de aquel atentado, había sido arrestado y trasladado a Madrid. También entonces el propósito manifiesto de suprimir la Escuela moderna de Ferrer en Barcelona y terminar con su fundador, tuvo por consecuencia un vasto movimiento de protesta en el extranjero, y después de una prisión preventiva de trece meses fué llevado Ferrer al fin ante los tribunales, pero resultó absuelto unánimemente por los jurados. Ni siquiera el fiscal Becerra del Toro se atrevió a pedir una pena de muerte, sino que se contentó con proponer  en su requisitoria 16 años, 5 meses y 10 días de prisión. Tal pena para el supuesto cómplice de un hecho que había costado 24 muertos y más de 100 heridos, habría sido incomprensible si los acusadores de Ferrer no hubiesen estado persuadidos ellos mismos de su inocencia.

            Pero entonces estaba Ferrer ante un tribunal civil, donde se le dejó toda la posibilidad de defensa. El gobierno tuvo que devolverle sus bienes y Ferrer pudo regresar a Barcelona como hombre libre para continuar su labor educativa. Pero esta vez las cosas habían cambiado esencialmente. Se llevó a Ferrer ante un consejo de guerra, pues se había decretado sobre toda Cataluña la ley marcial y, bajo la presión de la reacción militar, habían detenidos al azar y sometidos a proceso más de tres mil hombres. No tuvo la posibilidad de confiar a alguien su defensa según la propia elección, debió nombrar defensor de sus intereses a uno de los oficiales del circulo del consejo de guerra, ni se le dio tiempo para recoger el material de descargo que tenía a disposición y presentarlo a su defensor para que lo echara. El capitán Francisco Galcerán era un hombre sincero, intrépido, que mostró mucho valor durante el proceso y arrojó al rostro de los jueces verdades terribles que tenían que hacer peligrar su carrera ulterior como oficial. Todas sus peticiones para que se le diese ocasión de recoger el material necesario para una defensa eficaz, fueron rehusadas crudamente por el pre­sidente del tribunal fundándose en que aquel era un consejo de guerra que no estaba sometido a las formalidades usuales en un procedimiento civil. Se llegó incluso a no interrogar personalmente a la mayor parte de los testigos de cargo, de modo que ni Ferrer ni su defensor tuvieron posibilidad de escu­charles, procedimiento inaudito incluso en un consejo de guerra. En esas circunstancias, todo el procedimiento judicial fué sólo una indigna comedia que no tenía por objetivo más que dar apariencia jurídica a un asesinato planeado de antemano.

            Galcerán hizo lo mejor que pudo en esa situación y declaró en su valiente defensa que todos los elementos reaccionarios del país que pedían unánime­mente la muerte de Ferrer, no querían matar en él al supuesto promotor de la insurrección de Cataluña, sino a su obra educativa, la Escuela Moderna.Lo que no habían conseguido tres años antes, debía ser llevado ahora a su final sangriento. Tal era, en realidad, el objeto del proceso entero. Los representantes de la reacción clerical no lo habían simulado en lo más mínimo. Ya antes del primer proceso contra Ferrer por supuesta complicidad en el atentado de Morral, escribió el diario de los jesuítas El Corazón de Jesús de Bilbao: «Morral es un discípulo de la Escuela Moderna, una caverna del ateísmo en Barcelona. ¿Qué es la Escuela Moderna? Un sistema educativo sin dios, una enseñanza que se apoya en las doctrinas del librepensamiento como todas llamadas escuelas laicas. Es el punto de partida de publicaciones inmo­rales y de libros asquerosos[2], de reuniones blasfemas, de espectáculos irreligiosos y de discusiones ateas… Tales crímenes (se refiere al atentado de Morral) continuarán produciéndose mientras se hable en España de la libertad de prensa, de educación y de pensamiento, que tiene que engendrar esos mons­truos antisociales».

            Justamente porque en el extranjero se estaba muy bien informados sobre la verdadera causa de la persecución clerical contra Ferrer y se sabía exacta­mente que toda la acusación solamente perseguía el propósito de suprimirle a él y suprimir su obra, el movimiento de protesta adquirió una proporción tan vigorosa y universal. El hecho que Ferrer se encontrase en Barcelona al producirse la insurrección de julio fué una pura casualidad. Había salido de España con su compañera Soledad Villafranca en marzo y había ido a Londres después de una permanencia de algunas semanas en París; llegó a Londres en la segunda semana de abril. El propósito del viaje era de naturaleza pura­mente comercial. Se trataba del entendimiento personal con editores de Fran­cia e Inglaterra a causa de algunas grandes obras que Ferrer se proponía publicar en castellano en su editorial. Además tenía en vista deliberaciones con representantes de la Liga internacional para la educación racional de los niños, fundada por él, para emprender diversos trabajos nuevos. El gobierno español había obstaculizado en verdad, con todos los medios, la reapertura de la escuela matriz de Barcelona después de la absolución de Ferrer en 1907, pero no pudo impedir que desde entonces se fundasen otras sesenta escuelas aproximadamente, que utilizaban sus métodos y textos como base. Ferrer había concebido por tanto el plan de fundar en Barcelona una especie de universidad como centro espiritual de todas aquellas aspiraciones. Con ese fin deseaba asesoramientos personales de pedagogos liberales de Francia, Inglaterra y Bélgica y quería recoger experiencias que pudiese utilizar después en la ejecución de su plan. Se había propuesto, por tanto, una larga permanencia en el extranjero y se disponía a quedar unos dos meses en Inglaterra, para volver luego por Bruselas y París a Barcelona, donde quería hallarse otra vez en septiembre.

            Pero ese plan fué interrumpido cuando, en la segunda semana de junio, recibió la noticia que la mujer de su hermano y su sobrinita estaban grave­mente enfermas y que ambas se hallaban en peligro mortal. Volvió por tanto a España por las vías más rápidas y ni siquiera tuvo tiempo para despedirse de sus amigos más íntimos en Londres, a quienes sólo comunicó en un par de líneas la causa de su partida repentina. Llegó justamente a destino, pues su sobrina murió pocas semanas después en sus brazos.

            Ferrer tenía el firme propósito de dirigirse luego al extranjero para dar término al trabajo interrumpido, cuando estalló inesperadamente la insurrec­ción de julio en Barcelona, cuyas consecuencias pusieron fin a todos sus planes. Nadie había previsto esos acontecimientos; pues no se trataba en modo alguno de una gran conspiración, como trató de hacer creer en el extranjero el gobierno español, sino de un movimiento popular espontáneo, que estalló tan sólo por la provocación tan brutal como insensata del gobierno militar de Barcelona. El verdadero motivo de los acontecimientos de Cataluña fué la guerra de Marruecos, que había desencadenado de manera infame el gobierno de Maura. Aquella guerra era una campaña de saqueo en el peor sentido de la palabra, que solamente perseguía la finalidad de garantizar los intereses financieros de algunos grandes consorcios, entre ellos los de algunas compañías extranjeras que participaban en la explotación de los ricos yacimientos minerales de Marruecos. Cuando las cabilas rifeñas se resistieron a la construcción de dos líneas ferroviarias a través de su país, envió el go­bierno español una llamada expedición punitiva contra ellas. Se había ima­ginado que bastaban 5.000 hombres para terminar con los bárbaros, pero fué un funesto error. Las cabilas combatieron con gran denuedo y estaban bien armadas, de modo que el general Marina se vio forzado a pedir al gobierno otros 20.000 hombres y, cuando la guerra se dilató, finalmente 40.000 y luego hasta 70.000, para poner fin a la sangrienta aventura.

            La guerra produjo en el pueblo español una enorme indignación, tanto más comprensible cuanto que todo el que estaba en condiciones de pagar dos mil pesetas podía redimirse del servicio militar, de manera que los obreros y los campesinos veían que sólo sus hijos eran llevados al matadero. En Valen­cia, Zaragoza, Bilbao y otras ciudades tuvieron lugar grandes manifestaciones de protesta contra la guerra. En Madrid se produjeron en la convocatoria de reservistas ruidosos incidentes. Los soldados del regimiento de Arapiles se amo­tinaron y se rehusaron a salir de sus cuarteles. Masas irritadas asaltaron la estación de Atocha y pusieron luego fuego a un convoy que estaba dispuesto para el transporte de soldados. Sin embargo, la protesta espontánea más fuerte contra la guerra se produjo entre la población obrera de Cataluña. Según las declaraciones del gobernador civil de Barcelona, desertó más de la mitad de los reservistas convocados en esa provincia. Desde el 12 de julio comenzó en Barcelona el embarque de tropas hacia Melilla. El hecho que el gobierno haya elegido justamente a Barcelona para esa operación, el baluarte del movimiento obrero revolucionario de España, es difícil de comprender y mostró que no tenía ninguna noción clara del estado de ánimo allí imperante o quiso tentar una prueba de fuerza. Se produjeron inmediatamente grandes manifestaciones  en la ciudad, en las que participaron vivamente también las mu­jeres. El 16 de julio, un domingo, cuando marchaba hacia el puerto una gran columna de reservistas, se congregaron millares de personas en las Ram­blas, entre ellas muchas mujeres con sus hijos y saludaron a los soldados a los gritos de: «¡Abajo la guerra! ¡Que marchen los ricos! ¡Arrojad el fusil!» Las mujeres se mezclaron con los soldados y les pusieron delante a sus hijos. Cuando la rebelión se agravó, dieron los oficiales la orden de calar la ba­yoneta. Los soldados obedecieron, pero cuando se dio la voz de mando de hacer fuego, no se oyó un solo tiro.

            Hasta entonces las demostraciones tenían un carácter puramente espontáneo. Pero desde entonces se hizo oír la Solidaridad Obrera, la organización sindical de los trabajadores de Cataluña, y convocó para el 23 una conferen­cia general de delegados a fin de estudiar los acontecimientos. El gobernador civil prohibió la conferencia, pero los sucesos habían llegado ya a un punto en que la prohibición no podía tener efecto alguno. En la noche del 23 al 24 se reunieron secretamente los delegados de los sindicatos, los anarquistas y los socialistas y resolvieron declarar la huelga general en toda Cataluña. En el comité de huelga fueron elegidos tres hombres, Miguel Moreno, secre­tario general de la Solidaridad Obrera, Francisco Miranda por los anarquistas, y Fabra Rivas por los socialistas. Fueron enviados delegados a las provincias para dar a conocer a los trabajadores las resoluciones aprobadas. El 26 la huelga era general. Ninguna chimenea de fábrica dio señales de vida en Ca­taluña. Todos los medios públicos de transporte, incluso los ferrocarriles, así como las comunicaciones telegráficas, fueron paralizados. El 27 declaró el gobernador militar de Barcelona el estado de guerra en Cataluña y así co­menzó la llamada semana trágica, en la que la huelga general se convirtió en franca insurrección. En un abrir y cerrar de ojos se levantaron barricadas en las calles. Los negocios de armas y los conventos donde se suponía que había armas, fueron asaltados. Durante unos días la situación fué bastante crítica para el gobierno, tanto más cuanto que temía que al menos una parte de las tropas simpatizase con los rebeldes. Si se hubiese extendido la huelga a otras partes de España, habrían estado contados quizás los días de la monarquía clerical, madura hacía tiempo ya para la caída. Pero no se hizo así por desgracia y el gobierno consiguió arrojar hacia Cataluña, a toda prisa, gran cantidad de tropas leales. No obstante combatieron los trabajadores con gran arrojo y numerosas barricadas sólo pudieron ser tomadas con ayuda de la artillería. Pero los rebeldes estaban mal armados y se les terminó la muni­ción. El l° de agosto la insurrección había sido aplastada y comenzó el terror blanco ante el que también Ferrer debía caer víctima.

            Que la insurrección de julio fué el resultado lógico del estado de ánimo irritado del pueblo contra la campaña de Marruecos y que no pudo ser desen­cadenada por un sólo hombre, era cosa clara para todo el que conocía un poco las condiciones reales. Si se hubiese llevado a Ferrer ante un tribunal civil, habría sido absuelto en todo caso como dos años antes, pues no se pudo aportar la menor prueba de su culpabilidad. Eso lo sabía el gobierno, por lo cual no quiso exponerse otra vez a una derrota moral como en el proceso de Madrid. El diario clerical El Universo escribió muy significativamente: «Los tribunales civiles tienen la costumbre de exigir pruebas determinadas y deci­sivas de la culpabilidad del acusado… Pero los tribunales de honor militar no necesitan atenerse a las pruebas concretas. Basta que los jueces se formen una convicción moral que corresponda a su conciencia».

            De ese modo, naturalmente, se puede llevar a la horca a cualquiera, pues nada es más fácil para los hombres dominados por opiniones preconcebidas y por ciegos prejuicios, que «formarse una convicción determinada», especial­mente en un período de terror blanco, cuando pierden toda validez los con­ceptos generales del derecho. Mientras el gobierno clausuró de inmediato todas las escuelas laicas, confiscó más de 120.000 libros de la editorial de Ferrer y arrestó a todas las personas ocupadas en su empresa editora, y las desterró con sus familias a Teruel, antes aún de que Ferrer fuese hecho prisionero y llevado al consejo de guerra; demostró de ese modo que no le interesaban las pruebas concretas de la culpabilidad del acusado, sino que quería su condena a todo precio.

            Ferrer, que se sometió con repugnancia a impulsos de miembros de su familia y se refugió en casa de unos amigos en las proximidades de Barce­lona, pues el hostigamiento salvaje contra él hacía temer lo peor, aban­donó su escondite un mes después, para presentarse voluntariamente a sus jueces, pues no quería exponer por más tiempo a sus amigos al peligro de que se le descubriera. En el camino a Barcelona fué reconocido y tomado prisionero. Lo demás es conocido.

            La noticia de la ejecución de Ferrer desencadenó en todo el mundo una tempestad de indignación, como jamás se había visto antes en tal magnitud. Lo que sus verdugos querían impedir, fué alentado por el vil asesinato de su víctima de una manera que superó con mucho las esperanzas más atrevidas. La obra de Ferrer, que antes era conocida solamente en España, se convirtió repentinamente en el centro de la admiración universal. En todos los idiomas aparecieron, aparte de incontables artículos, folletos y libros sobre la vida del desaparecido y la misión que se había impuesto. Su retrato fué difundido en todos los países en millones de copias. Profesores, educadores, artistas, escri­tores, hombres de ciencia y conocidas personalidades en todos los dominios de la vida pública se reunieron para fomentar su obra. Cincuenta y nueve municipios de Francia pusieron su nombre a plazas y calles. La ciudad de Bruselas fué la primera que le erigió en su recinto un monumento público. Raramente había excitado en tal grado la muerte de un hombre a todo el mundo civilizado. Fué sobre todo la actitud serena y modesta de Ferrer ante la muerte lo que produjo en todas partes una impresión tan profunda. Luchó por su vida con dignidad altiva, pero cuando vio que no había esperanza para él, supo morir como un hombre, sin miedo y sin falsa pose. Las últimas cartas a sus parientes próximos, su testamento, escrito en la noche de su eje­cución, la manera notable con que rechazó el consuelo de sacerdotes insistentes, la última conversación con el valeroso defensor, todo esto mostró una rara grandeza de convicción y un auténtico heroísmo, que ni siquiera el enemigo mas furibundo podía dejar de respetar. Había caído un hombre, un hombre que amaba la vida y amaba su obra, pero que supo morir cuando llegó su hora.

            Los disparos de los fosos de Montjuich segaron prematuramente una rica vida humana, pero hicieron conocer su obra en todo el mundo e hirieron al mismo tiempo también a sus indignos verdugos. Una semana después de la ejecución tuvo que dimitir el gobierno Maura. El cobarde crimen que había planeado y ejecutado a sangre fría, fué su fatalidad. Se formó un nuevo gabinete. Fueron restablecidas las garantías constitucionales. Y se produjo en todo el país una tempestad de indignación. Por todas partes se pidió la liberación de los presos que llenaban todas las prisiones. El nuevo gobierno no pudo resistir esa exigencia. En enero de 1910 se abrieron las puertas de las cárceles y millares recuperaron su libertad, entre ellos muchos que habían participado activamente en los acontecimientos de julio. Así la muerte de Ferrer fué para muchos la salvación de su vida y su libertad.

            Conocí a Ferrer personalmente durante su permanencia en Londres, un medio año antes de su ejecución. Fué el día de la demostración del primero de mayo en Hyde Park. Como todos los años, teníamos una plataforma espe­cial en el parque, donde solían hablar oradores en inglés y en otros idiomas. En esa ocasión me dijo mi amigo Tarrida del Mármol que Ferrer y su com­pañera habían llegado a Londres hacía poco y que se encontrarían entre el público. El nombre de Ferrer me era ya conocido desde hacía algunos años. Yo era lector regular del Boletín de la Escuela Moderna y de la Ecole Rénovéeytuve ocasión también de conocer algunos de los libros de texto de Ferrer. Naturalmente me era bien conocida la historia de su primer proceso en Madrid, y había escrito sobre él en el Arbeiterfreund. También había publicado en septiembre de 1908 en Germinal un artículo sobre él, junto con una carta de Kropotkin a Ferrer, que trataba de los nuevos métodos de en­señanza. Fué por tanto una grata sorpresa para mí el conocimiento personal de un hombre cuya obra le había ocasionado en España tantas persecuciones injustas.

            Cuando bajé de la plataforma después del acto junto con Tarrida, me presentó éste a Ferrer y a Soledad Villafranca. Vi ante mí a un hombre de talla mediana, vestido con un traje gris claro, con el sombrero de paja en la mano. La parte anterior de su cabeza estaba ya enteramente calva, el cabello recortado ligeramente encanecido en las sienes, como también la corta barba en punta. El rostro algo ancho daba la sensación de la decisión tranquila y los ojos fogosos, que irradiaban vivamente, traicionaban de inmediato al me­ridional. Soledad Villafranca era una mujer atractiva de perfecta belleza. Tarrida, al hacer la presentación, había dicho que yo participé vivamente en el movimiento de protesta de dos años atrás, por lo cual Ferrer me estrechó con vigor la mano y me agradeció cordialmente. Nos fuimos luego, junto con Malatesta, Tcherkesof, Schapiro y algunos otros camaradas, a un salón de té en las proximidades de Marble Arch y pasamos allí unas horas de animada conversación, que giró principalmente en torno a nuestra magnífica demos­tración. Al despedirse, me invitó Tarrida a visitarle dos o tres días después y me dijo que estarían presentes también Ferrer y su mujer.

            Cuando entré aquella noche en la habitación acogedora del amable Ta­rrida, encontré a un pequeño grupo de compañeros conocidos que hablaban vivazmente con Ferrer, entre ellos Malatesta, Tcherkesof, Rechioni y Lorenzo Portet, a quien Ferrer nombró la noche antes de su muerte, en su testamento, sucesor en sus trabajos educativos. La conversación de aquella noche era enteramente espontánea, es decir se hablaba de diversos asuntos promovidos por uno u otro de los presentes. El objeto principal de las conversaciones, sin embargo, giró en torno a la situación política de España, a las experien­cias de Ferrer antes y durante su proceso de Madrid y a las perspectivas de la Escuela Moderna.Ferrer era de opinión que la monarquía en España hacía tiempo que había perdido todo crédito moral y que marchaba inconteniblemente a su ruina, que no podía ser ya obstruida, pues el viejo régimen no era capaz de ninguna renovación interna. No obstante, decía, podría soste­nerse el estado actual quizás diez o quince años aún, si no se producían entretanto acontecimientos imprevistos que acelerasen el proceso de la diso­lución interior. El motivo del aplazamiento lo veía en la desesperada atomi­zación de los partidos republicanos, que desde la muerte de Pi y Margall no habían vuelto a producir un solo hombre de visión política amplia y de idén­tica hondura de pensamiento.

            Ferrer era de opinión que la primera etapa de una transformación polí­tica en España tenía que conducir a una república federativa con amplios derechos y libertades de los municipios y regiones, pues era la más adecuada a las condiciones y las tradiciones del país. Pero tal descomposición de las condiciones políticas del poder por la descentralización de la administración social, entrañaría por sí misma una profunda alteración de las condiciones económicas existentes, tanto más cuanto que la gran mayoría del movimiento obrero español desconfiaba de todos los partidos políticos, incluso de los re­publicanos y veía en sus sindicatos el mejor punto de partida de todas las nuevas aspiraciones económicas. Por esta razón era inevitable que los sindi­catos tuviesen gran influencia en un sistema de municipios y de regiones fede­rados, lo que conduciría a ensayos del todo nuevos en economía. Una revo­lución puramente política, decía Ferrer, sería para España demasiado tardía, porque era probable que la abolición de la monarquía tuviese al país años y años en tensión y sirviese de punto crucial para un nuevo desarrollo social.

            Habiéndosele preguntado acerca de sus experiencias personales durante su prisión antes del proceso de Madrid, dijo Ferrer que se le había tratado bastante decorosamente. Se le hizo entregar sin obstáculos todos los libros que le enviaban sus amigos, con excepción de dos ediciones francesas. Una de ellas era la Confesiónde Tolstoi, la otra el ensayo del humanista mundialmente conocido Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura. Cuando pre­guntó al juez de instrucción sobre el motivo de esa prohibición más que rara, respondió éste con un gesto evasivo, sin concretar una explicación. Ferrer habló con gran calor de su coacusado José Nakens, el editor desde hacía muchos años de El Motín de Madrid, un viejo republicano, a quien Ferrer estimaba mucho por su carácter sincero y su convicción caballeresca. Nakens, decía, conquistó por su actitud varonil ante el tribunal el más alto respeto de sus jueces[3].

            Lo que más me llamó la atención entonces en Ferrer, fué la sencillez de sus palabras y la manera atractiva como expresaba sus pensamientos. Cada una de sus palabras respiraba un espíritu de sinceridad interior, para el cual era extraña toda pose. Se vio sobre todo cuando habló de su obra y de las personas que estaban más próximamente a él. Habló con gran entu­siasmo de su nuevo plan, la fundación de una universidad libre en Bar­celona, aunque no se le escapaba que tendría que vencer grandes dificultades, en particular en la elección del profesorado, pero creía que lograría vencer poco a poco también esos escollos. Interrogado sobre la situación de entonces de las escuelas existentes, dijo que recibían enseñanza en ellas más de ocho mil niños. No es muy difícil tener niños para las escuelas; es mucho más grave suprimir los efectos contraproducentes que reciben a menudo los niños en la casa paterna, especialmente en familias donde existen diversas interpretaciones de la vida entre los esposos. Para evitar eso, se han hecho reuniones regulares de padres y maestros, que se han demostrado excelentes. «Importa principalmente desarrollar seres enteros y no únicamente fragmen­tos», dijo sonriendo. «Un católico completo es por lo general siempre mejor que un semi librepensador”.

            Fue una velada muy agradable y transcurrieron bastantes horas antes de decidirnos finalmente a interrumpirla y a despedirnos. ¿Quién habría podido pensar entonces que ese hombre sincero, animado por tales ideas fi­lantrópicas, debía terminar cinco meses después su vida laboriosa en los fosos del castillo de Montjuich?

            La insurrección de julio en Cataluña, que debía servir al gobierno espa­ñol de pretexto para eliminar a Francisco Ferrer, merece por lo demás especial consideración, pues fué el primer ensayo del proletariado organizado para terminar una guerra iniciada de un modo infame por una resistencia unida. Es verdad que ese ensayo terminó con una sangrienta derrota de los traba­jadores, pero el nuevo gobierno se vio obligado sin embargo a suspender poco después la convocatoria de reservistas y a terminar la aventura sin gloria de Marruecos.

            Los acontecimientos de Cataluña tuvieron algún tiempo después una repercusión singular en el Bureau internacional de la Internacional anar­quista en Londres. Uno de los tres delegados del comité secreto de Barcelona que preparó la huelga general, Miguel Moreno, había huido a París después de la represión del levantamiento y mantuvo desde allí la relación con los compañeros en Cataluña. En París conoció a un compañero judío joven, Morris Shutz, que un tiempo antes había sido expulsado de la Argentina a consecuencia de la reacción general que siguió al hecho de Radowitzky en Buenos Aires. Poco después envió Moreno a Shutz con una carta im­portante a Barcelona, pues no quería confiarla al correo. Pero Schutz fué detenido en la frontera española y se le encontró encima la carta. Todos los intentos de la policía para arrancarle una confesión sobre la persona a quien iba dirigida la carta, fueron infructuosos. Después de haberle tenido algunas semanas detenido y después de haber intentado ablandarlo mediante amenazas, se tuvo finalmente que renunciar al propósito. Pero como Schutz había nacido en Rusia, resolvieron las autoridades españolas entregarlo en manos de la policía rusa, para inutilizarlo de ese modo. Así ese joven, a pesar de su protesta, fué llevado un día a un barco que partía para Odesa. Su situación no era en modo alguno envidiable, pues estaba claro que sería inmediatamente arrestado en suelo ruso y se le tendría preso indefinidamente o se le enviaría a Siberia.

            Como pudo moverse libremente en el barco, conoció a unos obreros es­pañoles que iban a Marsella. De ese modo supo que la mayoría de ellos per­tenecían a la Solidaridad obrera, y como no tenía nada que perder y sí mucho que ganar, se confío a ellos y encontró de inmediato una disposición solida­ria. Poco antes de que atracase el barco en la ciudad portuaria francesa, le disfrazaron sus nuevos amigos y Shutz logró bajar a tierra entre el grueso de los demás pasajeros. Su fuga fué descubierta pronto, pero como se trataba de un rapto evidente, las autoridades francesas tuvieron por conveniente no hacer mucho ruido en torno a los obscuros planes de la policía española, pues en aquel tiempo agitado semejantes procedimientos podían poner en ebullición nuevamente a la opinión pública.

            Poco después llegó Shutz a Londres y como yo había tenido conoci­miento de su caso por los periódicos franceses, su visita me fué bienvenida, para conocer de sus propios labios más pormenores de aquellos hechos aven­tureros. Shutz era entonces muy joven, pero despierto y franco, lo que me hizo simpatizar en seguida con él. No hablaba muy bien de Moreno, lo que era muy comprensible, aunque no pudo demostrarle ningún mal propósito. También dijo que Moreno se comportaba poco solidariamente con los fugiti­vos españoles en París, aunque él mismo había sido bien atendido.

            Hablé con Malatesta y Schapiro sobre este asunto, y como nuestro Bureau había decidido un tiempo antes de aquel caso, invitar a Moreno a Londres, para conocer por él nuevos detalles de los acontecimientos de julio y sus consecuencias, dijo Malatesta que en esa oportunidad debía darse a Shutz la posibilidad de exponer su caso, para oír lo que respondería Moreno. Así se hizo. Tuvimos en aquella reunión, además de los miembros del Bureau, también a Siegfried Nacht y a algunos otros compañeros conocidos. Des­pués de haber dado Moreno un informe bastante detallado del curso de la semana trágica, de Barcelona, fué admitido Shutz en las deliberaciones ulte­riores y explicó todos los sucesos de su viaje y sus consecuencias.

            Moreno se mantuvo muy tranquilo, incluso cuando Shutz le reprochó su falta supuesta de solidaridad para con los fugitivos españoles. Preguntado sobre la carta que había confiado a Shutz, dijo que, en verdad, contenía algunas cosas muy importantes, pero la redacción del contenido era tal que sólo un iniciado podía entender de qué se trataba realmente. Si no hubiese sido así, dijo, se habría retenido seguramente a Shutz y se le habría proce­sado de acuerdo con los datos de aquella carta. Cuando se le preguntó después por qué había enviado a Shutz a España, dijo que se trataba de un asunto urgente que no permitía dilaciones y como, a causa de la reacción dominante, casi todas las cartas eran abiertas o robadas por la policía, consideró esa solución como la mejor. El que Shutz haya sido detenido en la frontera, lo debe probablemente a su propia inhabilidad.

            Así habría quedado terminado probablemente todo el asunto, pues nadie pudo refutar las afirmaciones de Moreno y contra él, por lo demás, no exis­tía la menor sospecha, tanto menos cuanto que los compañeros españoles le habían confiado en aquellos días tempestuosos un cargo que no se da ligera­mente al primer llegado. Pero cuando Shutz abandonó la reunión, volvió Moreno a hablar del asunto, juzgando bastante mal a Shutz y haciendo tras­lucir que quizás éste ha hecho un falso juego. Como Shutz era enteramente desconocido entonces de la mayor parte de los compañeros, las palabras de Moreno causaron cierta impresión, y algunos compañeros que habían sido invitados a la reunión, opinaron que era necesaria una declaración pública del Bureau a fin de prevenir falsos rumores incontrolables que quizás pudie­sen resultar funestos. Tal aclaración habría dejado naturalmente a Shutz en una luz muy dudosa e incluso con la mayor precaución se podía suscitar contra él una sospecha que podría amargar el resto de su vida a un hombre honrado. No se tomó aquella noche una resolución y se postergó para la reunión siguiente.

            El asunto no me dejó en paz, pues muchas amargas experiencias me habían mostrado lo fácilmente que podía causarse una gran injusticia a un hombre. Unos días después vi a Malatesta y volvimos a hablar de aquel asunto. Errico fué de opinión que Moreno, en todo caso, había cometido una imprudencia al enviar a Shutz a España con aquella carta, pues en mo­mentos tan graves lo más seguro es un mensaje oral. Pero como en Barcelona no se produjeron incidentes que se hubiesen podido atribuir a la carta, ad­mitió que estaba redactada realmente como había dicho Moreno y que no dio puntos de referencia a la policía. Malatesta tuvo por tanto el asunto entero por una concatenación de circunstancias que podían despertar una sospecha indefinida, pero que se pueden explicar muy fácilmente, sin em­bargo, en su conexión natural. El Bureau juzgó por eso aconsejable no hacer ninguna declaración pública y todavía hoy tengo la satisfacción de haber contribuido a que se obrase así.

            He conocido a Shutz más tarde a fondo y hallé que mi primera impre­sión no me había engañado. Emigró después a los Estados Unidos y se ha comportado siempre como un compañero honrado, entregado a su causa, a la que presta todavía los mejores servicios. Moreno se dirigió poco después de aquel incidente a la Argentina, donde actuó un tiempo en el movimiento, pero luego, que yo sepa, desapareció enteramente.

            Como se habla aquí justamente de asuntos de España, no está fuera de lugar que mencione mis conocimientos españoles del período de Londres. Mi nombre se hizo tan conocido en el curso de los años en el movimiento liber­tario de España y de los países de habla española de América que yo mismo me admiré a menudo de ello. Lo cierto es que casi todas mis grandes obras y una gran cantidad de pequeños escritos han aparecido en lengua española, entre ellas alguna que no ha sido todavía impresa en alemán. Mi libro Nacionalismo y cultura y estas memorias aparecieron primeramente en castellano. Quizás esto se atribuya sólo a una casualidad, pero creo que también ha tenido que ver una afinidad interna.

            Entre los refugiados políticos que vivían en mi tiempo en Londres, había proporcionalmente pocos españoles. Mientras que los alemanes, los franceses, italianos, los polacos, los rusos, los checos, los escandinavos, los judíos, etc. estaban vinculados siempre en grupos especiales, los españoles en Inglaterra no tuvieron en aquel tiempo ninguna organización propia. Sólo cuando llegó un gran número de refugiados españoles a Londres después de los terribles sucesos de Montjuich en 1896, existió pasajeramente un grupo español, pero desapareció en seguida cuando pocos meses más tarde la mayor parte de los compañeros pudieron volver a España. Casi todos los compañeros españoles que llegaban a  Londres de tanto en tanto, volvían en la primera ocasión la patria. Sólo los compañeros Tarrida del Mármol, Lorenzo Portet y Vi­cente García vivieron muchos años en Inglaterra.

            Entre los emigrantes españoles con quienes entré en estrecho contacto entonces, se encontraban dos hombres de significación descollante —José Prat y Tarrida del Mármol. Prat llegó aproximadamente cinco o seis meses antes de los sucesos de Montjuich a Londres, pero permaneció pocos meses y regresó después a España. Como tenía mucha amistad con mi vecino español Vidal, no tardé en conocerle y lo vi casi todos los días. Prat, como Tarrida, era ingeniero de oficio y un hombre muy inteligente y culto, y la conversación con él me procuró algunas horas deliciosas. Yo seguía con alguna atención ya antes el movimiento libertario de España, que por entonces era conocido de pocos en el extranjero. Fue Prat el que primero me alentó a un estudio serio de la historia singular del anarquismo español, que se había transformado justamente en aquel país en un verdadero movimiento popular. Probablemente no le escapó que mi interés por el movimiento revolucionario de su país estaba constantemente en crecimiento, pues me proporcionó desde entonces periódicos españoles y pequeños escritos, cuando le dijo Vidal que me ocupaba de estudiar el idioma.

            Por Prat conocí primeramente la acción y el esfuerzo de Pi y Margall, del que hasta allí sólo sabía que había sido presidente de la primera república española. Prat me proporcionó un ejemplar de La reacción y la revolución, que me introdujo por primera vez en las ideas del gran federalista español, que hasta hoy es casi desconocido todavía en la mayor parte de los países euro­peos, aunque fué sin duda uno de los hombres más importantes de su tiempo, que tuvo la mayor influencia en el desarrollo libertario de su país.

            Se atribuyó a menudo la fuerte difusión del movimiento anarquista en España a las monstruosas persecuciones de la monarquía liberal. Pero aunque es verdad que esas persecuciones periódicas del movimiento a la larga no pudieron suprimirlo y sin duda tampoco dejaron de tener su influencia en los métodos de los anarquistas españoles, es innegable, sin embargo, que el desarrollo espiritual del movimiento anarquista fué determinado en primera línea por la influencia del federalismo, cuyas tradiciones han dado su sello propio al anarquismo en España. Lo cierto es que toda una serie de los mejores combatientes como Anselmo Lorenzo, Fermín Salvochea, Ricardo Mella y algunos otros han pasado primero por la escuela del federalismo.

            José Prat mantenía estrechas relaciones con Ricardo Mella, la cabeza más importante que ha producido el anarquismo en España. Le debo el haber conocido ya entonces muchos de los trabajos más importantes de aquel es­critor ingenioso, especialmente sus brillantes contribuciones al primero y al segundo Certamen socialista, dos colecciones que contienen una serie de los mejores trabajos de conocidos compañeros españoles. Junto con Mella reunió Prat después el material de la terrible requisitoria La barbarie gubernamental en España, que contiene todos los pormenores de la tragedia de Montjuich y no fué impresa en New York, como se dice por razones de seguridad en la tapa, sino que fué hecha en La Coruña, en 1897, secretamente y en medio de la peor reacción de España.

Prat fue durante muchos años colaborador constante de los más impor­tantes periódicos anarquistas de España, donde ha muerto poco después de estallar la guerra civil.

            Mucho más conocido en el extranjero que José Prat era, sin embargo, F. Tarrida de Mármol, el autor del libro francés Les Inquisiteurs d’Espagne, que en su tiempo tuvo una amplia difusión y que asestó rudos golpes de maza al régimen clerical en España. Tarrida era uno de los hombres más notables y raros que encontré en mi vida. De elevada inteligencia, de sentido caballeresco y de amabilidad radiante, era visto con gusto en todas partes y disfrutaba de la simpatía completa de todo el que entraba en contacto con él. Era tanto más notable esto cuanto que Tarrida no pertenecía en modo alguno a aquella especie de seres que por una amabilidad se acomodan fá­cilmente a la opinión ajena, para no producir roces. Era un pensador claro y original, que sabía defender sus opiniones hábilmente y que no vacilaba en hacerlo siempre que se le ofrecía la oportunidad. Esto era para él del todo natural, pero eso mismo lo reconocía en cualquier otro que no compar­tiese sus opiniones. Era precisamente esa tolerancia la que se había convertido en él en segunda naturaleza y la que hacía que todos le quisieran, por grandes que fuesen las divergencias. A él se ajustaban perfectamente las conocidas palabras de Voltaire: «No estoy de acuerdo con ninguna de tus palabras, pero écharé  mano a todos los medios para que no te sea disputado por nadie el derecho a la propia opinión».

            Tarrida tenía también una cantidad de relaciones en todos los campos del radicalismo político, que iban mucho más allá del movimiento anarquista, mantenía siempre íntimos vínculos con toda una serie de republicanos sin­ceros en la patria, que luchaban incondicionalmente por la supresión de la monarquía clerical. Esas múltiples relaciones le sirvieron mucho y sirvieron a nuestro movimiento a menudo, como especialmente en el asunto de Montjuich y en el movimiento de protesta en el caso de Ferrer, pero también en muchas otras ocasiones.

            Yo había conocido a Tarrida en 1896. Era entonces un hombre de unos treinta y seis años, es decir casi doce años más viejo que yo. Pero relaciones intimas entre nosotros las tuvimos tan solo algunos años después. El motivo fué principalmente mi interés por el movimiento español. Había encontrado a Tarrida algunas veces en casa de Malatesta y en otras oportunidades y le había pedido algunos informes, que probablemente despertaron su interés por mí, hasta que un día me invitó a visitarle. Desde entonces nos vimos a menudo y yo tuve que agradecerle muchas cosas, tanto más cuanto que su  disposición para ayudar era ilimitada y respondía a todos mis deseos de una manera que solía avergonzarme, pues sabía que era un hombre muy atareado.

            Como hombre Tarrida era un carácter magnífico con un humorismo  imperturbable y un don de conversación excelente, casi inagotable, pues sus vastas vinculaciones y sus ricas experiencias le permitían estar informado a fondo sobre muchas cosas que sólo podían ser conocidas de los iniciados. Era de opinión que España se encontraba en vísperas de grandes acontecimientos político-sociales, que podrían postergarse todavía un tiempo, pero que tenían que llegar ineludiblemente. La primera condición para un nuevo desarrollo social era una transformación política a fondo, en que tomasen parte las grandes masas de la población, pues esas revoluciones no pueden ser realizadas nunca por una sola tendencia. Pero el hecho que en España exista un fuerte movimiento de los obreros y de los campesinos, templado por grandes luchas y basado en largas tradiciones libertarias, tenía que im­pulsar a una democracia joven mucho más allá de los límites de las exigencias puramente políticas y crearía así posibilidades de nuevas formas so­ciales de vida, que no se daban en ese grado en ningún otro país europeo.

            Tarrida basaba su opinión principalmente en el hecho que en los mo­dernos grandes Estados de Europa la centralización política y sus aspiraciones imperialistas hacia fuera habían adquirido ya tal preponderancia que incluso el movimiento obrero había caído consciente o inconscientemente, en la mayor parte de los países, bajo la influencia de aquellas tendencias políticas. Pero España había perdido su posición como gran potencia política y militar desde hacía mucho tiempo, lo que no ha dejado de tener su influencia en el pen­samiento popular. Además el espíritu federalista ha echado raíces tan hondas en el pueblo español, que una vez caído el obstáculo mayor, la monarquía clerical, toda la situación impulsaría por sí misma a prestar la mayor atención a las cuestiones sociales, tanto más cuanto que la solución del problema agrario ha ocupado desde hacía muchos decenios a los mejores espíritus del país y era sentido como necesidad apremiante por la población del campo. En ningún otro país ha existido, como en España, una ligazón tan estrecha del proletariado industrial y de los pequeños campesinos y jornaleros del campo, lo cual es de la mayor importancia para una transformación social. Lo que faltó hasta aquí al movimiento obrero español, fué la posibilidad de ensayos constructivos, impedidos siempre por las reacciones periódicas que obligaron al proletariado a concentrar todas las fuerzas en la defensa contra los intentos opresivos del gobierno. Pero Tarrida estaba firmemente convencido de que el proletariado español también se mostraría a su altura en ese terreno cuando la monarquía cayera y se ofreciesen amplias posibilidades para la experiencia práctica con espíritu socialista.

            En relación con el anarquismo, Tarrida asumió una actitud especial. España era, como se sabe, el país donde se habían mantenido más tiempo las ideas del anarquismo colectivista del tiempo de Bakunin y de la primera Internacional. La doctrina del anarquismo comunista encontró en el movi­miento español una mayor difusión tan sólo bastante después que en Francia, Italia y los otros países. Tarrida tuvo descollante participación en las luchas de ideas entre colectivistas y comunistas en la segunda mitad del decenio 1880-90 y extrajo de ellas algunas experiencias que no dejaron de influir en su posición ulterior. Era de opinión que las teorías solas no bastan para determinar de antemano las formas económicas del futuro. Creía más bien que con la disolución de la sociedad capitalista aparecerían diversas etapas de transición de la vida económica y que se mantendrían mejor aquellas que resistiesen las pruebas prácticas y fuesen bastante elásticas para adaptarse a las nuevas posibilidades de desarrollo de la vida económica. Por esta razón se llamaba simplemente anarquista sin adjetivos especiales y fundamentó su punto de vista en una serie de interesantes artículos, en los que acentuó siem­pre que una relativa seguridad económica no es ninguna garantía para la libertad del hombre y de la sociedad. En ese punto coincidía fuertemente con las ideas de Max Nettlau, del que fué muchos años íntimo amigo.

            Tarrida no tenía en sí tampoco huella alguna de un estrecho doctrinarismo, ni creía en un desarrollo forzoso de los acontecimientos sociales. Me acuerdo todavía de una discusión en pequeño círculo, en la que estaban pre­sentes también Nettlau y Malatesta. En esa oportunidad dijo Tarrida con la sonrisa simpática que le era propia: «En la historia sólo existen ocasiones que se aprovechan o se pierden. Respecto de una ocasión aprovechada nadie tiene nada que decir, pues encuentra su justificación en sí misma. Pero sobre las oportunidades perdidas se hilvanan siempre teorías que sirven de hoja de parra de la incapacidad y las debilidades de la voluntad».

            Tarrida fue un activo colaborador de todos los periódicos y revistas del socialismo libertario en España y escribió a menudo también correspon­dencias para la prensa republicana en su país. Junto con Anselmo Lorenzo, fué redactor de la excelente revista Acracia (1886-88) de Barcelona, y Lorenzo, que le quería por encima de todo como amigo y camarada, le dedicó el primer volumen de su obra El Proletariado Militante. En cierta ocasión me regaló Tarrida la colección completa de esa revista hoy tan rara. Fué también el primero que dirigió mi atención hacia las obras de Fernando Garrido, Joaquín Costa y muchos otros, que contienen una verdadera veta de materiales preciosos para la historia social de España y que me alentaron poderosamente

            Tarrida tuvo que soportar en su país algunas persecuciones y conoció también personalmente las celdas de Montjuich. Había prestado inapreciables servicios al movimiento español durante su larga permanencia en el extran­jero, para lo que ningún otro habría estado capacitado en tal grado. No sólo era un buen escritor, sino también un orador ingenioso y apasionado, que sabía exponer sus opiniones con habilidad y efecto. Dominaba perfectamente el inglés, pero cuando hablaba se reconocía inmediatamente al español. Por su naturaleza vivaz no podía quedar en el mismo lugar mientras hablaba, sino que recorría la tribuna de un extremo a otro, lo que causaba siempre una sensación notable en los ingleses flemáticos. Cuando nos reunimos una vez en una pequeña sesión para decidir los preparativos necesarios de un gran mitin internacional de protesta y un compañero propuso determinado salón, John Turner dijo con seco humorismo inglés que el salón era muy bueno, pero que la tribuna era demasiado pequeña para Tarrida.

            Pero por grandes que fuesen los rasgos intelectuales de que disponía Tarrida, sus aspectos puramente humanos superaban a todo lo demás en él. Su profunda comprensión para las opiniones ajenas, la bondad interior de toda su naturaleza, su solidaridad constante y el calor interior que irradiaba, no dejaban nunca de causar efecto. Animaba todo ambiente al que concu­rriese y su alegría natural alejaba todo mal humor. Se sentía uno atraído a él involuntariamente y no se le guardaba nunca rencor, pues su honda sim­patía suprimía toda barrera entre hombre y hombre. Malatesta dijo lo que todos sentíamos cuando expresó en la necrología que le dedicó en Freedom: «Personalmente no fui casi nunca de la misma opinión y sin embargo hemos sido siempre los mejores amigos. Se podía disputar con él, pero no se podía dejar de quererle, pues era ante todo un ser afectuoso y digno de afecto. Y al decir esto, creo rendirle el más grande tributo que se puede rendir a un hombre».

            Tarrida estuvo a menudo enfermo en los últimos años de su vida, pero su naturaleza amable quedó siempre idéntica. Murió en marzo de 1915 a los cincuenta y cuatro años, llorado por todos los que le rodeaban. Yo me encontraba ya en prisión cuando llegó la noticia de su muerte, que me trans­mitió Malatesta. Fué un duro golpe, pues sentí que había perdido un amigo y el movimiento un hombre que apenas podía ser substituido en su modo de ser.

            Entre los compañeros españoles que conocí en Londres, estaba también Pedro Vallina, entonces un joven todavía, pero que hoy pertenece a los ve­teranos del movimiento español. Fué expulsado de Francia en 1905 y llegó a Londres, donde continuó sus estudios de medicina, interrumpidos por la expulsión. El nombre de Vallina fué muy citado entonces por la prensa, a causa del gran proceso que habían intentado las autoridades francesas con­tra él, Malato, Harvey y Caussanel. Se acusaba a los cuatro de haber preparado un atentado contra la vida de Alfonso XIII en ocasión de su próxima visita a París. Pero el proceso sacó a relucir tantas maquinaciones obscuras de la policía francesa y española, que hubo que absolver a los acu­sados, pues la opinión pública en Francia no simpatizaba con el régimen de los inquisidores españoles desde los días de Montjuich. Vallina tenía muy estrechas relaciones con el gran rebelde Fermín Salvochea, una de las perso­nalidades más románticas del anarquismo español, a quien el conocido escritor Vicente Blasco Ibañez levantó un monumento en su novela La Bodega. Va­llina es hoy el único sobreviviente de mis viejos amigos españoles en Londres. Después de la derrota de la guerra civil española, se dirigió, como tantos otros, nuevamente al destierro. Vive con su familia desde hace años en México, donde actúa como médico entre los nativos y continúa sirviendo al movimiento.

            Desde mi primer contacto con los compañeros españoles hace cincuenta años, mis relaciones con el movimiento español no se han interrumpido nunca. Le he dedicado siempre la mayor atención, pues estoy persuadido de que todavía le está reservado en el futuro un gran papel. El que haya podido ser de algún provecho para mis amigos y camaradas españoles, es una grata satisfacción por la que estoy agradecido al destino.


[1] Texto aparecido originalmente en: Rudolf Rocker, En la Borrasca (Años de destierro). Traducción de Diego Abad de Santillán. Editorial Tupac: Buenos Aires, 1949. Págs. 265-284.

[2] La publicación inmoral era el Boletín de la Escuela moderna, que se ocupaba exclusivamente de problemas de educación. Entre los libros asquerosos que publicó Ferrer en su editorial y que fueron empleados como textos en sus escuelas, mencionemos aquí: El desarrollo de la historia de la tierra, El origen de la vida, El origen y el desarrollo del hombre, El hombre y la tierra, Historia de la civilización, Sistema de economía, Geografía física, Historia de España. Mineralogía, Elementos de aritmética, Manual de historia universal, Psicología étnica, etcétera, obras todas debidas a la pluma de sabios mundialmente conocidos, como Elíseo Reclús, Letourneau, Ramón y Cajal, Odón de Buen, Georges Engerrand, N. Estevánez y muchos otros.

[3] Mateo Morral visitó, como se sabe, poco después del atentado frustrado contra la vida del rey, a Nakens en la redacción del periódico; le puso en conocimiento de su hecho y le pidió que le señalase un refugio para pasar la noche. Nakens, que hasta entonces no había tenido noticia alguna del atentado y que era enteramente extraño al autor y a sus ideas, hizo entrar a Morral en una habitación y se puso en camino para encontrarle alojamiento. Cuando regresó después de un buen lapso de tiempo, le condujo a casa de un amigo, Bernardo Mata, que naturalmente no tenía idea alguna de la persona a quien albergaba. Morral pasó allí la noche y a la mañana siguiente salió de Madrid disfrazado. Dos días después llamó la atención de un guardia local en una pequeña aldea a catorce millas de la capital, y le exigió que fuese con él a la comisaría. Morral disparó contra el guardia y luego contra sí mismo.

     Cuando el presidente del tribunal preguntó a Nakens por qué no había advertido a la policía de esa rara visita, aunque tuvo plena oportunidad de hacerlo, respondió el anciano con visible indignación: «Sólo un villano atentaría de esa manera contra la santidad del derecho de asilo y abusaría de la confianza de un perseguido que ha puesto por propio impulso su vida en sus manos.»

    Nakens fue condenado a nueve años de prisión, pero fue puesto en libertad poco después, porque la opinión pública reconoció su hombría de bien y exigió su liberación.

    En cualquier otro país, ese caso no sería imaginable. Pero en España corresponde entera­mente a la conciencia del derecho del pueblo sobre la inviolabilidad del derecho del huésped.