A 92 años de la muerte de J. D. Gómez Rojas: «Gómez Rojas en la buhardilla», por Julio Molina Núñez (1921)

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«El año 1920 fue un duro año: nevó en Santiago y muchos postes telefónicos, abrumados por el peso de la nieve, cayeron sobre las casas. Sonaron tiros en la Plaza de Armas y un mozo cayó también». Tal era Santiago hace 92 años, o por lo menos así lo describe Manuel Rojas cuando recuerda a su amigo José Domingo Gómez Rojas en la Revista Babel número 28 (julio-agosto de 1945).

Ese mismo año, un 29 de septiembre, cuando la primavera recién comenzaba a asomar para dejar atrás aquel frío invierno, Gómez Rojas fallecía en la Casa de Orates sin tener más de 24 años de edad. Antes de haber sido trasladado a dicho lugar, había sido víctima de torturas y malos tratos en la Penitenciaría de Santiago, en la que permanecía desde que, tras un asalto al local de la Federación de Estudiantes de Chile, fue acusado de anarquista junto a otros compañeros (en el denominado «Proceso de los subversivos» y bajo el mandato del juez Astorquiza). En aquel entonces, Gómez Rojas era secretario de la IWW y tenía una activa participación en la organización estudiantil (estudiaba en el Instituto Pedagógico y en la Escuela de Leyes).

Mucho antes, cuando tenía 16 años, escribió el único libro que publicó en vida: “Rebeldías Líricas”. Con ello, comenzó una fructífera vida y producción literaria, acercándose a diversos grupos bohemios y a variados artistas que deambulaban por el centro de Santiago. Entre ellos, podemos destacar al autor del documento que presentamos a continuación: Julio Molina Núñez, antologador de “Selva Lírica” junto a Juan Agustín Araya.

Es un documento, más bien un testimonio, bastante llamativo. Fue escrito en 1921 para la revista Idearium (órgano del Centro de Pedagogía), en el primer número de dicha publicación.

“La buhardilla” era el lugar donde se reunían los prosistas, escultores, pintores y poetas en torno a la “Selva Lírica”. Por ahí pasaron destacados escritores como José Santos González Vera y Gabriel Mistral, además de José Domingo Gómez Rojas, cuya presencia tenía un talante distinto: ya no leía sus poemas, sino los de Daniel Vásquez, un joven de 18 años, tuberculoso, pobre, que nadie conocía en persona, con rasgos helénicos y que vivía lejos de la ciudad. Un poeta que, tal como decía Gómez Rojas, “hubieron de llevarlo a las alturas de San José de Maipo” a causa de su enfermedad.

Como muchos sabrán, y tal como podemos leer en la revista que publicaron “Los Diez” o inferir de la novela “La oscura vida radiante” de Manuel Rojas, Daniel Vásquez era el mismo Gómez Rojas.

Una historia de tantas, de la apasionante, y la vez dura, vida de comienzos de siglo XX. Y hoy, a 92 años de la muerte del poeta Cohete (que sobre los postes gritaba contra la autoridad), del Chumingo, de nuestro amigo José Domingo Gómez Rojas, un pequeño homenaje de este Grupo de Estudios que optó por tomar su nombre para recordarlo no sólo a él, sino a todos los paisajes, luchas y compañeros cuyos corazones latían libres y entusiastas.

“Gómez Rojas en la buhardilla” (De Selva Lirica),  Por Julio Molina Nuñez [1]

Corrían los años 1915 y 1916. El poeta Juan Agustín Araya y yo laborábamos, a ratos, los estudios sobre los poetas que figuraban en nuestro libro de selección titulado “Selva Lírica”.

            Al revés de los críticos de gabinete que prefieren no conocer personalmente al escritor y optan por condenarlo o endiosarlo sin haber leído nunca sus obras, los autores de aquel libro quisieron desterrar ese método de mala ley, mejor dicho de mala fé, y formaron un modesto hogar literario, un amplia buhardilla, bohemia abierta a los cuatro vientos del espíritu y a todos los artistas que desearan disfrutar sensaciones nuevas, reconfortantes y enaltecedoras.

            Por aquel rincón bohemio – como lo llamó la hoy lejana poetisa Olga Azevedo, – desfilaron cual mas, cual menos, asiduamente, todos los muchachos talentosos que hoy persiguen un ideal de belleza entre nosotros. Por allí pasaron, derrochando sus versos, Jorge Hubner y Roberto Meza Fuentes, Angel Cruchaga y Juan Guzmán Cruchaga, Pedro Sienna y Juan Egaña, Alberto Valdivia Y Pablo de Rocna; las poetisas Olga Azevedo, Berta Quezada y Gabriela Mistral; el esgrimista de crítica literaria Armando Donoso; el dibujante de alegorías raras y extrañas Luis Meléndez; los pintores Fernando de Mesa, Carlos Machado y Barack, que colgaron sus telas y caricaturas en aquel bohemio rincón; los escultores Canut de Bon y Quinteros; los prosistas Shanty, Eusquiza Laing, González Vera, Acevedo Hernández, Martín Escovar, y otros poetas jóvenes como Manuel Rojas y Mariano Sarratea (muerto ya), Lautaro García, Armando Blim y una veintena más, sin olvidar a Alberto Moreno, ido también de nuestro lado, para siempre.

            Toda una falange de muchachos preocupados de las cosas y novedades de arte, de la Quimera, de lo Imposible…

Allí se leían las últimas producciones, y bastaba una palabra o un gesto para aquilatar o consagrar el mérito de un filón de poesía, con absoluta prescindencia de la que, irónicamente, denominábamos “crítica social”

            Pintores, dibujantes, poetas, todos artistas, a quienes Juan Agustín Araya y yo hacíamos los honores de la casa…

            Y en medio de todos, Domingo Gómez Rojas, más individual y más característico que ninguno. Una especie de secretario encargado de mantener la conversación en nuestras heterogéneas reuniones intelecto-sentimentales.

            Porque en realidad, este muchacho era uno de los más destacados de la comparse y ya se perfilaba en él todo un sembrador de ideas, todo un poeta definido y único.

            Su charla atraía y sobrepujaba sin ningún esfuerzo.

            Sus incursiones por los caminos y veneros del Arte no divisaban término.

            Conversaba, mejor dicho disertaba, y los tonos cambiantes de sus frases acariciaban como bienhechora música espiritual.

            Un día me llevó a conocer a don Julio Vicuña Cifuentes y de ahí surgió la semblanza que de este maestro tracé en el aludido Libro de los Poetas.

            Otro día atrajo al calor de la flamante buharda al poeta ultra-bohemio, Manuel Rojas y al buenísimo González Vera que coadyuvaba a formar y determinar las efímeras revistas literarias (“Primerose”, “Luz y Sombra”, “Selva Lirica”) que en aquel centro artístico se concebían.

            Gómez Rojas era un rebelde. Una ocasión se arrancó del lado de su madre y de su hermanito y se fue a pié a la Republica Argentina. Allá visitó al excéntrico y apostólico Mayor Astorga, de quien se mofaba por haberle visto, bajo insoportable canícula, sumergido en un baño de barro. También le llevó a tierra extraña el ansia de conocer a Leopoldo Lugones, a quien parodió en sus composiciones denominadas “Rebeldías Líricas” y singularmente en su “Poema Hereje”.

            El y yo éramos los únicos que por entonces hablábamos de poesía acrática y de los escasos escritores que en Chile han cultivado ese género de poesía exótica.

            De improvisto, en aquel corro se rumoreaba que en el último meeting obrero de la Alameda, Gómez Rojas había tronado contra la autoridad y la oligarquía. Los proletarios ya le conocían. De su improvisación roja emergían las primeras chispas que habían de arrojar nueva luz en la obscuridad de las masas.

            Así, durante algún tiempo, fue poeta sinceramente acrático.

            Sin embargo, no tardó en evolucionar, suprimiendo los avances estrafalarios de sus ideas. También empezó a metodizar su vida y a estudiar intensamente el arte de lo bello, aparte de sus clases en el Instituto Pedagógico,

            Apasionóse de la Gioconda, a quien hizo heroína de una especie de drama en prosa, bellamente lírico, pero irrepresentable.

            Por fin evolucionó también hondamente como poeta. A “Domingo Gómez Rojas” no se le conocía ninguna “cosa nueva”. El mismo no solía hablar, en nuestro rincón, sino de sus aventuras nocherniegas, allá por los barrios suburbanos. Hasta que un día Gómez Rojas trajo al corro una sensacional noticia: el descubrimiento de un nuevo poeta, un muchacho de dieciocho años, ojos azules y rostro de perfiles helénicos. El “nuevo” se llamaba “Daniel Vásquez”, cuyos versos breves, originales, y emotivos, Gómez Rojas, como poseído de misteriosa misión, nos leía. Nadie escatimaba elogios, que él como portavoz y misionero del poeta desconocido, escuchaba alegremente. Cada día nos traía algún poema reciente de Daniel Vásquez, que llegó a ser nuestro hermano presente en espíritu y de cuerpo invisible. Aún más; nos llevó y clavo en la pared un retrato al carbón del poeta desconocido y de todos admirados por la emoción profunda de sus poemas.

            Gómez Rojas hablaba de Vásquez con singular cariño y contándonos la facilidad con que escribía y la sencillez de sus costumbres, hacía enternecernos. No tenía sino madre, que era pobre y vivía del trabajo de sus manos. El niño poeta también trabajaba, pero un día cayó enfermo de tisis. Y el poeta desconocido dejó de trabajar y de escribir, porque hubieron de llevarlo a las alturas de San José de Maipo.

            A poco más Gómez Rojas nos hubiera traído la noticia de la prematura y sensible muerte del querido Daniel Vásquez, a no mediar la malicia humana

            Alguien observó que aquel retrato de carbón, clavado en la pared de la buharda, más que del natural parecía copia de un modelo de poeta griego. A todos empezó a hacer cosquillas fuerte sospecha. A cada paso Gómez Rojas, que ya había formado un libro por el manuscrito con los poemas de su amigo Daniel Vásquez, se veía asediado de insistentes preguntas. Uno, más impaciente le exigió perentoriamente le llevara a conocer al poeta enfermo. Entonces, el muy sabio, resistiéndose aun heroicamente, hubo de confesar la verdad: Daniel Vásquez era el mismo Domingo Gómez Rojas en persona.

            Así termino aquella curiosa humorada, entre explosiones de risas. Con ella quiso el poeta significar que abandonaba el verso físico, ruidoso y sonajero. Esta nueva tendencia, fui el primero en definirla en el estudio que a Daniel Vásquez dediqué en “Selva Lírica”

            Leyéndole, Daniel Vásquez me expresó su deseo de que yo le prologara su libro de poemas. Eso, quedó “para después”.

            Después…el rudo embate de la vida deshizo, destrozó aquel delicioso rincón, del que no queda sino bello recuerdo.

            Todos, hasta los dueños de casa, nos dispersamos. Y a Gómez Rojas, como a tantos otros queridos poetas amigos, los perdí de vista.


[1] Este documento fue extraído de Idearium, Revista de letras, pedagogía y sociología (Órgano del Centro de Pedagogía). Número 1, Año I. Santiago, Agosto de 1921. Págs. 12-15.